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Como todas las religiones antiguas, la religión de Israel reconocía a la sangre un carácter sagrado, pues la sangre es vida y todo lo que afecta a la sangre está en estrecha relación con Dios. En el judaísmo y en el Nuevo Testamento la pareja de palabras “carne y sangre” designa al hombre en su naturaleza perecedera, la condición que asume el Hijo de Dios al venir a la tierra. Así, la sangre de Cristo adquiere su carácter soteriológico en la copa eucarística de la última cena: derramó libremente su sangre para muchos en orden al perdón de los pecados (Mt 26, 28) y selló con ella una nueva alianza de Dios con un nuevo pueblo.