Plotino: la purificación del alma

Extractos de obras

1, 6, 5-9. Tal vez será útil a nuestra investigación saber qué es la fealdad y por qué se manifiesta. Consideremos una alma fea, intemperante e injusta. Está llena de los mayores deseos y de la mayor inquietud, temerosa por cobardía, envidiosa por mezquindad. lndudablemente piensa, pero sólo piensa en objetos bajos y mortales. Ama los placeres impuros, vive la vida de las pasiones corporales, halla su placer en la fealdad. [...] Lleva una vida oscurecida por la mezcla del mal, una vida unida a mucho de muerte. No ve lo que una alma debe ver. No puede permanecer en sí misma, porque sin cesar se ve llamada hacia lo exterior, lo inferior y lo obscuro. [...] Como si alguien, hundido en el fango de un cenagal, no mostrase ya la belleza que poseía, y como si sólo se viese de él el fango que lo cubre. La fealdad le ha llegado por la adición de un elemento extraño, y si debe volver a ser bello, le costará lavarse y purificarse para ser lo que era. [...] La fealdad para el alma es no ser ni limpia ni pura, igual que para el oro, es estar lleno de tierra: si se separa esta tierra, queda el oro y es bello cuando está separado de las demás cosas y queda solo consigo mismo. Del mismo modo, el alma, separada de los deseos que tiene por el cuerpo, y de los que se ocupa demasiado, liberada de las demás pasiones, purificada de lo que contiene cuando está unida al cuerpo, deja toda la fealdad que le produce la otra naturaleza.

Según un dicho antiguo, la templanza, el valor, toda virtud, y la misma prudencia, son purificaciones. Por ello los misterios dicen con palabras encubiertas que el hombre que desciende al Hades sin haberse purificado será colocado en un cenagal, porque el impuro ama los fangales a causa de sus vicios, como se complacen con ellos los cerdos, cuyo cuerpo es impuro. ¿Qué será pues la templanza, sino separarse de los placeres del cuerpo y aun huir de ellos, porque son inmundos y no son los de un ser puro? El valor consiste en no temer a la muerte. Ahora bien, la muerte es la separación del alma y el cuerpo. Y no temerá esta separación aquel que desea estar separado del cuerpo. La grandeza del alma es el desprecio de las cosas de este mundo. La prudencia es el pensamiento que se aparta de las cosas de abajo y conduce al alma hacia las cosas de arriba. El alma, una vez purificada, se hace forma, razón, enteramente incorpórea, espiritual; pertenece entera a lo divino donde está el origen de la belleza. Por tanto el alma, reducida a la inteligencia, es mucho más bella. Pero la inteligencia es para el alma una belleza propia y no extraña, porque el alma está entonces realmente aislada. Por ello se dice con razón que el bien y la belleza del alma consisten en hacerse semejantes a Dios, porque de Dios viene lo bello y el destino de los seres. [...]

Hay pues que remontarse hacia el bien que toda alma desea. Si alguien lo ha visto, sabe lo que quiero decir y qué bello es. Como bien, es deseado, y el deseo tiende hacia él. Pero sólo lo alcanzan los que suben hacia arriba, se vuelven hacia él, y se despojan de los ropajes de los que se han revestido en su descenso; como los que se dirigen a los santuarios de los templos deben purificarse, quitarse sus antiguos vestidos y entrar sin ellos. Hasta que, habiendo abandonado en esta subida todo lo que es extraño a Dios, uno vea a solas en su aislamiento, su simplicidad y su pureza, a aquel de quien todo depende, hacia el que todo mira, por quien todo es, vive y piensa; porque él es la causa de la vida, de la inteligencia y del ser.

Si lo vemos, ¡qué amor y qué deseos sentiremos queriéndonos unir a él! ¡Qué asombro unido a qué placer! Porque el que no lo ha visto todavía puede tender hacia él como hacia un bien; pero el que lo ha visto, tiene que amarlo por su belleza, estar lleno de espanto y de placer, vivir en un espasmo bienhechor, amarlo con un amor verdadero lleno de ardientes deseos, reírse de los demás amores, y despreciar las pretendidas bellezas de antes. [...] Todas las demás bellezas son adquiridas, mezcladas, derivadas, venidas de él. Por tanto, si viésemos a aquel que da la belleza a todas las cosas, pero que la da permaneciendo el mismo y que no recibe nada en él, si permaneciésemos en esta contemplación, ¿de qué belleza careceríamos aún? Porque él es la verdadera y primera belleza, que hace bellos y amables a los que lo aman.

Por tanto se impone al alma un gran y supremo combate en que emplee todo su esfuerzo, a fin de no quedarse sin participar en la mejor de las visiones. El que la alcanza es feliz, disfrutando de esta visión dichosa. El que no la consigue es verdaderamente desgraciado. Porque el que no haya bellos colores o bellos cuerpos es tan desgraciado como el que no alcanza el poder, la magistratura o la realeza. [Pero es desgraciado el que no halla lo bello] en si y sólo. Debemos abandonar los reinos y la dominación de la tierra entera, del mar y del cielo, si por este abandono y este desprecio podemos volvernos hacia él y verlo.

Huyamos pues hacia nuestra bienamada patria, éste es el mejor consejo que puede darse. Pero ¿cuál es esta huida y cómo subir? Como Ulises que escapó, según dicen, de la maga Circe y de Calipso, es decir, según me parece, que no consintió en quedarse a su lado, a pesar de los placeres de los ojos y de todas las bellezas sensibles que allí encontraba. La patria es para nosotros el lugar de donde venimos y donde está nuestro padre. ¿Qué son pues este viaje y esta huida? No debemos realizarla con nuestros pies, porque nuestros pies nos llevan de una tierra a otra. Tampoco debemos preparar un tronco de caballos o un barco, sino que hay que dejar todo de lado y cesar de mirar, cambiar esta vista por otra y despertar la que todos poseen, pero que usan poco.

¿Y qué ve este ojo interior? Cuando se despierta, no puede ver bien los objetos brillantes. El alma misma debe acostumbrarse a ver, primero las ocupaciones bellas, después las obras bellas, no las que ejecutan las artes, sino las de los hombres de bien; después el alma de los que realizan estas obras bellas. ¿Cómo puede verse que el alma buena es semejante a lo bello? Vuelve sobre ti mismo y mira. Si no ves aún la belleza en ti, haz como el escultor de una estatua que debe llegar a ser bella: quita esto, rasca aquello, pule, alisa, hasta que saca del mármol una bella figura. Del mismo modo tú también quita lo superfluo, endereza lo que está torcido, limpia lo que está empañado para hacerlo brillante, y no ceses de esculpir tu propia estatua hasta que se manifieste el resplandor divino de la virtud, hasta que veas la templanza sentada en un trono sagrado. ¿Has llegado a esto? ¿Ves esto? ¿Tienes contigo mismo un trato puro, sin ningún obstáculo para tu unificación, sin que nada ajeno esté mezclado contigo mismo en tu interior? ¿Eres todo tú una luz verdadera, no una luz de tamaño y forma mensurables, sino una luz absolutamente sin medida, porque es superior a toda medida y toda cualidad? ¿Te ves en este estado? Entonces te has hecho visión. Ten confianza en ti: aún permaneciendo aquí, has subido y ya no necesitas guía. Dirige tu mirada y mira. Porque es el único ojo que ve la gran belleza. Pero si mira con las legañas del vicio sin estar purificado, o si es débil, tiene poca fuerza para ver los objetos muy brillantes, y no ve nada, aunque se halle en presencia de un objeto que puede ser visto. Porque es preciso que el ojo se haga semejante y connatural a su objeto para que pueda contemplarlo. Nunca un ojo verá el sol sin haberse hecho semejante al sol, ni una alma verá lo bello sin haberse hecho bella. Por tanto que cada cual se haga primero divino y bello si quiere contemplar a Dios y la belleza.

Enéadas (selección), de R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos. Edad Antigua, Herder, Barcelona 1982, p.113-116.