Plotino: el éxtasis

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Extractos de obras

V, 5, 7-8. Hay dos maneras de ver en acto. Para el ojo, por ejemplo, hay, por una parte, un objeto de visión que es la forma de la cosa sensible, y por otra parte [la luz] gracias a la que ve el objeto. La luz es vista por el ojo, aunque sea diferente de la forma; es la causa por la que ve la forma; pero es vista en la forma y con ella; por ello no tenemos sensación distinta de ella, ya que la mirada se dirige hacia el objeto iluminado. Pero cuando no hay nada más que la luz, se la ve de golpe por intuición. Sin embargo, incluso en este caso, sólo la vemos porque reposa en un objeto diferente [de ella]; si estuviese sola y sin sujeto, el sentido no podría percibirla. Así la luz del sol escaparía sin duda a los sentidos si no estuviese unida a ella una masa sólida. Pero si suponemos que el sol es todo luz, se comprenderá lo que quiero decir: la luz no estará unida entonces a la forma de un objeto visible, y será visible ella sola.

Igualmente, la visión de la inteligencia alcanza también los objetos iluminados por una luz diferente [de ellos]; ve realmente en ellos esta luz. Cuando su atención se dirige hacia la naturaleza de los objetos iluminados, la ve menos bien. Pero si deja estos objetos y mira la luz gracias a la que los ve, ve entonces la luz y el principio de la luz. [...]

También la inteligencia, corriendo un velo sobre los demás objetos y recogiéndose en su intimidad, no ve ya ningún objeto. Pero contempla entonces una luz que no es otra cosa, sino que le aparece súbitamente sola, pura y existente en si misma.

No sabe de dónde ha salido esta luz: de fuera o de dentro. Cuando ha cesado de verla, dice: «Era interior y sin embargo no lo era.» Y es que no hay que preguntar de dónde viene; no tiene lugar de origen; no viene para partir después, sino que a veces se muestra y a veces no se muestra. Por ello no debemos perseguirla, sino esperar tranquilamente a que aparezca, como el ojo espera la salida del sol. El astro, elevándose por encima del horizonte, saliendo del océano, como dicen los poetas, se ofrece a la vista para ser contemplado. Pero ¿de dónde se elevará aquel cuya imagen es nuestro sol? ¿Qué línea debe cruzar para aparecer? Debe elevarse por encima de la inteligencia que contempla. La inteligencia queda entonces inmóvil en su contemplación. No mira otra cosa que lo bello, y se vuelve hacia él y se entrega a él enteramente. Erguida y llena de vigor. ve que se hace más bella y más brillante, porque está cerca del principio. Sin embargo éste no viene, o si viene, es sin venir; y aparece, aunque no venga, porque está ahí antes que todo, incluso antes de la llegada de la inteligencia. Es la inteligencia la que se ve obligada a ir y venir, porque no sabe dónde debe quedarse y dónde reside el principio que no está en nada. Si a la inteligencia le fuese posible no quedarse en ninguna parte, no cesaría de ver el principio; o más bien no lo vería, sino que sería uno con él. Pero actualmente, porque es inteligencia, lo contempla, y lo contempla por esta parte que no es inteligencia en ella.

Esto es algo maravilloso: cómo está presente sin haber llegado, cómo, no estando en ninguna parte, no existe ningún lugar en donde no esté. Causa asombro. Pero para el que sabe, sería asombroso lo contrario.

Vl, 7, 3135. Cuando el alma se inflama de amor por él, se despoja de todas sus formas, incluso de la forma de lo inteligible que había en ella. No puede ni verlo ni armonizarse con él, si continúa ocupándose de otras cosas. No debe guardar nada para sí, ni el mal, ni aun el bien, a fin de recibirlo a solas. Supongamos que el alma tenga la suerte de que llegue a ella, o mejor aún que su presencia se le manifieste, cuando ella se ha apartado de las cosas presentes, y cuando se ha preparado haciéndose tan bella y tan parecida a él como le es posible, preparación y arreglo interiores muy conocidos de aquellos que los practican. Entonces lo ve aparecer súbitamente en ella. No hay nada entre ella y él. Ya no son dos, sino que los dos no hacen más que uno. Ya no hay distinción posible, mientras está allí. No siente su cuerpo porque está en él, ni dice que es ninguna otra cosa, ni un hombre, ni un ser vivo, ni un ser, ni nada: mirar estos objetos sería inconstancia, y ella no tiene ni tiempo ni deseo de hacerlo. Lo busca y cuando se presenta, ya no se ve a sí misma sino a él. ¿Qué es ella, pues, para ver? Es lo que ya no tiene tiempo de considerar. No cambiaría nada por él, aunque le prometiesen el cielo entero, porque sabe bien que nada es mejor y preferible al bien. No puede subir más alto, y las demás cosas, por altas que fuesen, la obligarían a descender. En este estado, puede juzgar y conocer que él es lo que ella deseaba, y puede afirmar que no hay nada por encima. No hay error aquí: ¿dónde puede hallarse algo más verdadero que lo verdadero? Así pues lo que dice existe; lo dice más tarde, lo dice tácitamente; la alegría que siente no es falsa. [...] Todo lo que antes era motivo de placer, dignidades, poder, riqueza, belleza, ciencia, todo lo desprecia, y lo dice; ¿lo diría si no hubiese encontrado el mejor de los bienes? No teme ningún mal mientras está con él y lo ve. Y si todo fuese destruido a su alrededor, lo permitiría de buena gana a fin de estar cerca de él a solas: tal es el exceso de su alegría.

Cuando lo ve, lo abandona todo. Del mismo modo que un hombre, cuando entra en una casa ricamente adornada, contempla y admira todas estas riquezas antes de ver al dueño de la casa. Pero cuando ve y ama a este dueño que no es una estatua sino que merece realmente ser contemplado, deja todo lo demás para contemplarlo a él sólo; fija la mirada en él y ya no la separa. Y a fuerza de mirarlo ya no ve más; el objeto de su visión acaba por confundirse con su misma visión. Lo que primero era un objeto se ha hecho visión, y olvida todos los demás espectáculos. Tal vez mantendríamos mejor la analogía si dijésemos que ante el visitante de la casa se presenta no ya un hombre sino un dios, y que no aparece ante los ojos del cuerpo sino que llena el alma con su presencia.

Vl, 9, 9-ll. El verdadero objeto de nuestro amor está aquí abajo, y podemos unirnos a él, tomar nuestra parte de él y poseerlo realmente dejando de disiparnos en la carne. Todos los que han visto saben lo que digo. Saben que el alma tiene otra vida cuando se acerca a él, se mantiene cerca de él y participa de él. Entonces sabe que el que da la verdadera vida está ahí, y ya no necesita nada. Al contrario, debe rechazar todo lo demás y contentarse con él solo; debe hacerse el solo, suprimiendo todo lo que ha sido añadido. Entonces nos esforzamos en salir de aquí, rompemos los lazos que nos atan a las otras cosas, nos replegamos en nosotros mismos a fin de que no haya ninguna parte de nosotros que no esté en contacto con Dios. Aquí mismo es posible verlo y verse, en la medida en que es posible tener tales visiones. Nos vemos resplandecientes de luz y llenos de la luz inteligible, o nos convertimos nosotros mismos en una luz pura, un ser ligero y sin peso. Nos hacemos, o más bien somos un dios inflamado de amor, hasta que caemos bajo el peso y esta flor se marchita.

¿Por qué no nos quedamos allí arriba? Porque aún no hemos salido de aquí totalmente. Pero llegará un momento en que la contemplación será continua y sin el obstáculo del cuerpo. [...] Si aquel que ve se ve a sí mismo en este momento, se sentirá semejante a este objeto y tan simple como él. Pero tal vez no se debe emplear la expresión: verá. El objeto que ve (puesto que es preciso decir que hay dos cosas, un sujeto que ve y un objeto que es visto; decir que los dos son lo mismo, sería una gran audacia), lo que ve, por tanto, no lo ve como distinto de él y no se representa dos seres. Se ha hecho el otro, ya no es él; aquí abajo no subsiste nada de él; se ha hecho uno con él, como si hubiese hecho coincidir su propio centro con el centro universal. Incluso aquí abajo, cuando se encuentran no son más que uno, y sólo son dos cuando se separan. Y por ello es tan difícil expresar qué es esta contemplación. ¿Cómo declarar que es diferente de nosotros mismos, si no lo vemos diferente, sino formando uno con nosotros, cuando lo contemplamos?

Esto es lo que significa la orden que se da en los misterios de no revelar nada a los no-iniciados: porque lo divino no puede revelarse, se prohibe darlo a conocer a quien no ha tenido la buena suerte de verlo él mismo. Como aquí no hay dos cosas, como aquel que ve es uno con lo que es visto, o unido a él más que visto, si se acuerda después de esta unión con él, tendrá en sí mismo una imagen de él. El ser que contemplaba era entonces uno; no tenia en él ninguna diferencia consigo mismo, no había en él ninguna emoción; en su ascensión no tenía ni cólera ni deseo, ni razón, ni aun pensamiento. Y puesto que es preciso decirlo, él mismo ya no es: arrancado de sí mismo y arrebatado por el entusiasmo, se halla en un estado de calma y sosiego. No apartándose del ser [del bien], ya no da vueltas en torno a sí mismo, sino que permanece completamente inmóvil, convirtiéndose en la inmovilidad misma. Las cosas hermosas ya no atraen sus miradas, porque contempla por encima la belleza misma. Ha superado el coro de las virtudes como el hombre que entra en el santuario deja detrás de sí las estatuas situadas en el pórtico; y es lo primero que volverá a ver cuando saldrá del santuario después de haber contemplado en él y haberse unido no a una estatua ni a una imagen del dios, sino al mismo dios. Pero la contemplación que tenía en el santuario ¿era una contemplación? No, sin duda, sino un modo de visión completamente distinto: éxtasis, simplificación, abandono de sí mismo, deseo de un contacto, reposo, conocimiento de una conformidad, si contempla lo que está en el santuario. Si se mira de otro modo, ya nada le es presente.

Estas cosas son imágenes y modos con que los más sabios de los profetas han explicado en enigmas cómo es visto Dios. Pero un sacerdote sabio comprende el enigma, y llegado allí, comprende la contemplación del santuario. Y aún no llegando a él, aunque piense que el santuario es invisible, que es la fuente y el principio, sabrá que al principio se le ve por el principio, y que sólo lo semejante se une con lo semejante, y no descubrirá ninguno de los elementos divinos que el alma puede contener; y antes de la contemplación, pide lo demás a la contemplación.

Lo demás es para el que ha ascendido por encima de todas las cosas; porque es antes que todas las cosas. Porque el alma, por naturaleza, se niega a ir hasta la nada absoluta; cuando desciende, llega hasta el mal, que es un no-ser, pero no el no-ser absoluto. Y en dirección contraria, no va a un ser diferente de ella, sino que entra en sí misma, y entonces no está en otra cosa que en sí misma. Pero cuando está en ella sola y no en el ser, por ello mismo está en él. Porque él es una realidad que no es una esencia, sino que está más allá de la esencia, a la que el alma se une. Si uno pues se ve a sí mismo convertirse en él, se considera como una imagen de él. Partiendo de él, progresa como una imagen hasta su modelo (arquetipo) y llega al fin del viaje. Si el hombre decae en la contemplación, puede reavivar la virtud que hay en él. Comprende entonces su hermoso orden interior y recobra su ligereza de alma. Por la virtud llega hasta la inteligencia, y por la sabiduría hasta él. Tal es la vida de los dioses y de los hombres divinos y bienaventurados: liberarse de las cosas de este mundo, vivir sin hallar placer en ellas, huir solo hacia él solo.

Enéadas (selección), de R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos. Edad Antigua, Herder, Barcelona 1982, p.117-122.