Pinillos:, J.L.: los instintos en el hombre

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Extractos de obras

Con una expresión feliz, Portmann calificó una vez al hombre como ser de carencias. Le faltan, en efecto, más que a ningún otro ser esas pautas fijas de acción y, por lo tanto, cerradas, que convierten al animal en un ser «enclasado», que se mueve con relativa seguridad en un habitat donde estimulaciones y respuestas guardan una correspondencia prefijada tenazmente por la evolución de la especie. El habitat del hombre es, insistimos, mucho más indefinido y abierto; es, en definitiva, la realidad entera y no una porción limitada de ella. Ecológicamente, el hombre es un ser ecuménico; en cualquier medio puede hacer su casa, lo cual, vuelto por pasiva, significa que en realidad carece de una oikia natural como los demás animales y necesariamente tiene que hacérsela. El hombre, para decirlo escuetamente, es un ser al que la naturaleza ha expulsado de su seno, forzándole así a inventarse su propio mundo o a perecer; más que un ser de respuestas es, pues, un ser de propuestas; un homo agens más que reagens, un ser activamente abierto. En este ser de máxima plasticidad y mínimas pautas fijas es lógico que los instintos no encuentren conveniente acomodo. De aquí que la psicología científica no fíe mucho en las concepciones vitalistas que ponen como fundamento regulativo del comportamiento humano los grandes instintos como Eros o Tánatos. El amor y la muerte, qué duda cabe forman parte de los grandes temas de la vida, como nadie duda tampoco de que el llamado instinto de conservación juega en alguna manera un cometido central en la conducta de todo ser vivo. Pero una cosa es aceptar que semejantes proposiciones poseen un sentido en el lenguaje ordinario o en la poesía, y otra muy distinta es pretender convertirlas en proposiciones científicas con valor explicativo. Afirmar que el hombre, pongamos por caso, destruye o se suicida porque le impulsa a ello un oscuro y profundo instinto de muerte es incurrir de nuevo, pero peor, en la vieja tautología de afirmar que la adormidera duerme porque posee una oculta virtud dormitiva.

Algunos movimientos psicológicos contemporáneos, como el psicoanálisis, han incurrido, mal que les pese, en este vicio de fondo, agravado además por la circunstancia de ser justamente el hombre aquel organismo donde la plasticidad del sistema nervioso alcanza su máxima expresión y la creación cultural es una necesidad biológica.

Principios de psicología, Alianza, Madrid 1975, p. 226.