Henri Bergson: la nada: un pseudoproblema

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Extractos de obras

Los filósofos apenas se han ocupado de la idea de la nada. Y ella es, sin embargo, el resorte oculto, el invisible motor del pensamiento filosófico. Desde el primer despertar de la reflexión, empuja hacia adelante, justamente bajo la mirada de la conciencia, los problemas angustiosos, las cuestiones que no podemos fijar sin ser presas del vértigo. No he hecho más que comenzar a filosofar y ya debo preguntarme por qué existo, y, cuando me doy cuenta de la solidaridad que me enlaza al resto del universo, sólo hago soslayar la dificultad y quiero saber en seguida por qué existe el universo. Si refiero el universo a un principio inmanente o trascendente que le soporta o que le crea, mi pensamiento no descansa en este principio más que unos instantes; vuelve a plantearse el mismo problema, pero esta vez en toda su amplitud y generalidad: ¿de dónde proviene, cómo comprender que algo existe? Aquí mismo, en el presente trabajo, cuando la materia ha sido definida por una especie de caída, esta caída por la interrupción de una subida, esta subida misma por un crecimiento, cuando un Principio de creación, en fin, ha sido puesto en el fondo de las cosas, surge la misma cuestión: ¿cómo, por qué existe este principio en vez de nada?

Ahora bien: si prescindo de estas preguntas para ir a lo que se disimula detrás de ellas, he aquí lo que encuentro. La existencia se me aparece como una conquista sobre la nada. Me digo que podría, que debería incluso no haber nada, y me sorprendo de que haya algo. O bien, me represento toda realidad extendida sobre la nada, como sobre un tapiz: la nada era primero y el ser ha aparecido después. O bien incluso, si algo ha existido siempre, es preciso que la nada le haya servido de sustrato o de receptáculo, y le sea, por consiguiente, eternamente anterior. Un vaso ha podido estar siempre lleno y el líquido contenido en él llenar un vacío. Del mismo modo, el ser ha podido existir siempre y la nada que él llena u ocupa no sólo preexistirle de hecho, sino justamente en derecho. En fin, no puedo sustraerme a la idea de que lo lleno es como un bordado sobre el cañamazo de la vida, que el ser está superpuesto a la nada y que en la representación de «nada» hay menos que en la de «algo». Ahí está todo el misterio.

Pero es preciso que este misterio quede esclarecido.Y quedará sin duda si se pone en el fondo de las cosas la duración y la libre elección. Porque el desdén de la metafísica por toda realidad que dura proviene precisa mente de que ella no llega al ser sino pasando por la «nada» y de que una existencia que dura no le parece bastante fuerte para vencer la inexistencia y posarse sobre ella. Especialmente por esta razón se inclina a dotar al ser verdadero de una existencia lógica y no psicológica o física. Pues tal es la naturaleza de una existencia puramente lógica que parece bastarse a sí misma y constituirse por el solo efecto de la fuerza inmanente a la verdad. Si yo me pregunto por qué los cuerpos o los espíritus existen antes que la nada, no encuentro respuesta. Pero que un principio lógico como A = A tenga la virtud de crearse a sí mismo, triunfando de la nada en la eternidad, esto me parece natural. La aparición de un círculo trazado con la tiza en un encerado es cosa que tiene necesidad de explicación: esta existencia plenamente física no tiene, por sí misma, con qué vencer Ia inexistencia. Pero la «esencia lógica» del círculo, es decir, la posibilidad de trazarlo según una cierta ley o, lo que es lo mismo, su definición, es cosa que me parece eterna; no tiene ni lugar ni fecha, porque en ninguna parte, en ningún momento, ha comenzado a ser posible el trazado de un círculo. Demos por supuesto, por tanto, el principio sobre el que descansan todas las cosas y que todas las cosas manifiestan también una existencia de la misma naturaleza que la de la definición del círculo o que la del axioma A = A: el misterio de la existencia se desvanece, porque el ser que está en e] fondo de todo se asienta entonces en lo eterno al igual que la lógica misma. Es verdad que esto nos costará un sacrificio bastante grande: si el principio de todas las cosas existe a la manera de un axioma lógico o de una definición matemática, las cosas mismas deberán salir de este principio como las aplicaciones de un axioma o las consecuencias de una definición y no habrá lugar, ni en las cosas ni en su principio, para la causalidad eficaz entendida en el sentido de una libre elección. Tales son precisamente las conclusiones de una doctrina como la de Spinoza o incluso la de Leibniz, por ejemplo, y tal ha sido también su génesis. Si pudiésemos establecer que la idea de la nada, en el sentido en que la tomamos cuando la oponemos a la de existencia, es una pseudoidea, los problemas que suscita alrededor de sí se convertirían en pseudoproblemas. La hipótesis de un absoluto que actuase libremente y que durase de manera eminente no tendría nada de chocante. Se habría abierto el camino a una filosofía más próxima a la de la intuición y que no exigiese ya los mismos sacrificios al sentido común.

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De hecho, el objeto que se suprime es o exterior o interior: se trata de una cosa o de un estado de conciencia. Consideremos el primer caso. Anulo por el pensamiento un objeto exterior: en el lugar en que se encontraba «no hay ya nada». No algo de este objeto, sin duda alguna, sino otro objeto que es el que ha ocupado su lugar: no hay vacío absoluto en la naturaleza. Admitamos, sin embargo, que el vacío absoluto sea posible: no es en este vacío en el que pienso cuando digo que el objeto, una vez anulado, deja su lugar, porque se trata por hipótesis de un lugar, es decir, de un vacío limitado por contornos precisos, esto es, por una especie de cosa. El vacío de que hablo no es, pues, en el fondo, más que la ausencia de tal objeto determinado, el cual primero se encontraba aquí y ahora se encuentra en otra parte, y, mientras no está en su antiguo lugar, deja tras sí, por decirlo así, el vacío de sí mismo. Un ser que no estuviese dotado de memoria o de previsión no pronunciaría jamás en este caso las palabras «vacío» o «nada»; expresaría simplemente lo que es y lo que percibe; ahora bien, lo que es y lo que se percibe es la presencia de una cosa o de otra, jamás la ausencia de algo. No hay ausencia más que para un ser capaz de recuerdo y de espera. Recordaba un objeto y esperaba quizá encontrarlo; pero encuentra otro y expresa la decepción de su espera, nacida ella misma del recuerdo, diciendo que no encuentra objeto alguno sino la nada misma. Incluso no esperando encontrar el objeto, es una espera posible de este objeto o también la decepción ante su espera eventual lo que él traduce cuando dice que el objeto no está donde es taba. Lo que percibe, en realidad, lo que él piensa, efectivamente, es la presencia del antiguo objeto en un nuevo lugar o la de un nuevo objeto en el antiguo; el resto, todo lo que se expresa negativamente por palabras tales como la nada o el vacío, no es tanto pensamiento como afección, o, para hablar más exactamente, coloración afectiva del pensamiento. La idea de anulación o de la nada parcial se forma, pues, aquí en el curso de la sustitución de una cosa por otra desde el momento en que esta sustitución es pensada por un espíritu que preferiría mantener lo antiguo en el lugar de lo nuevo o que concibe al menos esta preferencia como posible. Ella implica del lado subjetivo una preferencia, del lado objetivo una sustitución, y no es otra cosa que una combinación o mejor una interferencia entre este sentimiento de preferencia y esta idea de sustitución.

Tal es el mecanismo de la operación por la cual nuestro espíritu anula un objeto y llega a representarse, en el mundo exterior, una nada parcial. Veamos ahora cómo se la representa en el interior de sí mismo. Lo que constatamos en nosotros son también fenómenos que se producen y no, evidentemente, fenómenos que no se producen. Experimento una sensación o una emoción, concibo una idea, tomo una resolución: mi conciencia percibe estos hechos que son otras tantas presencias, y no hay momento o hechos de este género que no me sean presentes. Puedo sin duda interrumpir, por el pensamiento, el curso de mi vida interior, suponer que duermo sin ensueño o que he cesado de existir; pero, en el instante mismo en que hago esta suposición, me concibo, me imagino en vigilia sobre mi sueño o sobreviviendo a mi aniquilamiento y no renuncio a percibirme desde el interior más que para refugiarme en la percepción exterior de mí mismo. Es decir, que también aquí lo lleno sucede siempre a lo lleno de tal modo que una inteligencia que no fuese más que inteligencia, que no tuviese ni sentimiento de pesar ni de deseo, que regulase su movimiento sobre el movimiento de su objeto, no concebiría incluso una ausencia o un vacío La concepción de un vacío nace aquí cuando la conciencia, en retraso consigo misma, permanece ligada al recuerdo de un estado antiguo, siendo así que otro estado ya se hace presente. No es más que una comparación entre lo que es y lo que podría o debería ser, entre lo lleno y lo lleno. En una palabra: trátese de un vacío de materia o de un vacío de conciencia la representación del vacío es siempre una representación llena, que se resuelve en el análisis en dos elementos positivos: la idea, distinta o confusa de una sustitución y el sentimiento, experimentado o imaginado, de un deseo o de un pesar.

Se sigue de este doble análisis que la idea de la nada absoluta, entendida en el sentido de una anulación de todo, es una idea destructiva de sí misma, una pseudoidea, una simple palabra. Si suprimir una cosa consiste en reemplazarla por otra; si no es posible pensar la ausencia de una cosa sino por la representación más o menos explícita de la presencia de alguna otra cosa; en fin, si anulación significa en primer lugar sustitución, la idea de una «anulación de todo» es tan absurda como la de un círculo cuadrado.

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Pero la ilusión es tenaz. De que suprimir una cosas consista de hecho en sustituirla por otra, no se concluirá, no se querrá concluir que la anulación de una cosa por el pensamiento implique sustituirla, con el pensamiento, por una cosa nueva.

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La idea del objeto A que se supone existente no es más que la representación pura y simple del objeto A, porque no se puede representar un objeto sin atribuirle, por esto mismo, una cierta realidad. Entre pensar un objeto y pensarlo existente, no hay absolutamente diferencia alguna: Kant ha puesto a plena luz este punto en su crítica de la argumentación ontológica. Desde entonces, ¿qué es pensar el objeto A como inexistente? Representárselo inexistente no puede consistir en retirar de la idea del objeto A la idea del atributo «existencia», puesto que, una vez más, la representación de la existencia del objeto es inseparable de la representación del objeto y forma una unidad con ella. Representarse el objeto A como inexistente no puede, pues, consistir más que en añadir algo a la idea de este objeto: se añade a ella, en efecto, la idea de una exclusión de este objeto particular por la realidad actual en general. Pensar el objeto A como inexistente es pensar el objeto primero, y, por consiguiente, pensarlo como existente; es, en seguida, pensar que otra realidad, con la cual es incompatible, lo suplanta. Ahora bien: es inútil que nos representemos explícitamente esta última realidad; no tenemos por qué ocupar nos de lo que ella es; nos basta saber que desplaza el objeto A, que es lo único que nos interesa. Es por ello por lo que pensamos en la expulsión antes que en la causa que expulsa. Pero esta causa no deja de estar presente al espíritu; está en él en estado implícito, siendo inseparable lo que expulsa de la expulsión como la mano que mueve la pluma es inseparable del trazo que tacha lo escrito. El acto por el cual se declara un objeto irreal plantea, pues, la existencia de lo real en general. En otros términos: re presentarse un objeto como irreal no puede consistir en privarlo de toda especie de existencia, puesto que la re presentación de un objeto es necesariamente la de este objeto existente. Un acto parecido consiste simplemente en declarar que la existencia referida por nuestro espíritu al objeto e inseparable de su representación, es una existencia completamente ideal, la de un simple posible. Pero idealidad de un objeto, simple posibilidad de un objeto, no tienen sentido más que por relación a una realidad que desplaza a la región del ideal o de lo simple posible este objeto incompatible con ella. Supongamos anulada la existencia más fuerte y más sustancial, esto es, la existencia atenuada y más débil de lo simple posible que va a devenir la realidad misma, y os representaréis entonces todavía más el objeto como inexistente. En otros términos, y por extraña que pueda parecer nuestra afirmación, hay más, y no menos, en la idea de un objeto concebido como «inexistente» que en la idea de este mismo objeto concebido como «existente», porque la idea del objeto «inexistente» es necesariamente la idea del objeto «existente» y, además, la representación de una exclusión de este objeto por la realidad actual tomada en bloque.

La evolución creadora, en Obras escogidas, Aguilar, México 1963. p. 674-684.


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