Ferrater Mora: el positivismo lógico

Extractos de obras

El positivismo lógico ha sido uno de los movimientos filosóficos que han dado más juego. Aunque como «movimiento» ha cesado de existir, persiste todavía como una especie de legado intelectual dentro de algunos círculos filosóficos.

Ha sido un movimiento que ha estado de punta con prácticamente todas las corrientes del siglo. En rigor, emergió para echar a todos los demás movimientos filosóficos -estimados como «especulativos»- por la borda. Originado en Viena algunos años después del final de la primera guerra, bajo la égida de Moritz Schlick, alcanzó madurez en 1929, cuando con el nombre de «Círculo de Viena», agitó el mundo filosófico mediante diversos pronunciamientos revolucionarios. Rudolf Carnap -que, por lo demás, merecería sección aparte-, Otto Neurath y Hans Hahn esbozaron el «programa» del Círculo. Este programa ganó rápidamente la adhesión de muchos filósofos y hombres de ciencia en diversas partes del mundo -especialmente en Holanda, Polonia, Checoslovaquia, Inglaterra, Estados Unidos y los países escandinavos-. Con el Círculo de Viena se asociaron pronto otros grupos, como el «Grupo de Berlín», capitaneado por Hans Reichenbach, al cual se adhirieron Kurt Grelling y varios empiristas. Todos esos filósofos manifestaron constante hostilidad hacia la metafísica especulativa, y en particular hacia la metafísica del idealismo alemán. Todos defendieron el empirismo, tal como había sido cultivado por Hume y, a fines del pasado siglo y comienzos del actual, por Ernst Mach -y la «Unión machiana»-. Los positivistas lógicos se quejaron con frecuencia de la poca atención que los empiristas «tradicionales» habían prestado a la lógica y a la matemática. Usaron a menudo las técnicas lógicas codificadas en los Principia Mathematica, de Whitehead y Russell, y perfeccionadas por un ejército de lógicos y matemáticos. Algunos positivistas, o neopositivistas, se consagraron también al trabajo lógico. Grande fue la influencia que sobre ellos ejercieron las ideas, o mejor los gérmenes, contenidos en el Tractatus logico-philosophicus, de Ludwig Wittgenstein. Pero al final permanecieron fieles al espíritu de Hume, tal como éste lo exhibió en los párrafos finales de su Investigación sobre el entendimiento humano: «Cuando recorremos las bibliotecas, persuadidos de estos principios, ¿qué sarracina tenemos que hacer? Si tomamos en mano cualquier volumen de teología o de metafísica escolástica, por ejemplo, preguntamos: ¿Contiene algún razonamiento abstracto relativo a cantidad y número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental relativo a hechos o a la experiencia? No. Arrojémoslo, pues, a las llamas, pues sólo puede contener sofismas e ilusiones.»

Según los positivistas lógicos, los libros filosóficos y, ante todo, los libros metafísicos, se hallan atiborrados de enunciados sin sentido. ¿Qué es el ser? ¿Existe Dios? ¿Ha tenido el mundo un comienzo en el tiempo? ¿Cuál es el sentido de la vida? Ciertos filósofos habían ya concluido que esas cuestiones, y otras similares, son insolubles. Los positivistas lógicos declararon que carecen de significado. Sólo lo tienen los enunciados para los cuales podemos ingeniar un método de comprobación -de «verificación»-. Pero como sólo los enunciados científicos pueden pasar con éxito esta prueba, todos los enunciados que no pertenezcan al dominio de las ciencias tendrán que ser descartados como pseudoproposiciones. En cuanto a los enunciados lógicos y matemáticos, que no son verificables, no plantean problema: tales enunciados son fórmulas analíticas, tautologías, cuya verdad -o, mejor dicho, validez, o acaso aplicabilidad- depende únicamente de su estructura formal. Además, la matemática se reduce a la lógica, de modo que el conocimiento consiste en enunciados empíricamente verificables formulados en un lenguaje cuyas reglas sintácticas son fórmulas lógicas obtenibles por medio de reglas de inferencia.

Frente a todos los descarríos especulativos, podía esperarse que el positivismo lógico ofreciera a los filósofos contemporáneos los implementos intelectuales en que habían soñado no pocos grandes pensadores del pasado: implementos lo bastante sólidos y cortantes para practicar -y ello de un modo cooperativo y realmente «científico»- todas las operaciones quirúrgicas necesarias. El hechizo que había dominado (y adormilado) a los filósofos durante más de dos milenios parecía haberse evaporado; desde entonces el mundo de entidades ficticias que habían creado los filósofos reveló su verdadera naturaleza: la de un espejismo. Los filósofos no tenían ya por qué competir con los hombres de ciencia. Pues ya no debían preocuparse por decir nada acerca de la realidad; su tarea consistía simplemente en analizar y poner en claro los enunciados. «Las proposiciones filosóficas -escribió A. J. Ayer en su defensa del positivismo lógico- no son fácticas, sino lingüísticas, es decir, no describen el comportamiento de objetos físicos, o siquiera psíquicos; expresan definiciones, o las consecuencias formales de definiciones. Por tanto, podemos decir que la filosofía es una rama de la lógica». Se había alegado que la proposición según la cual ninguna proposición tiene sentido a menos de ser en principio empíricamente verificable, no es ella misma empíricamente verificable y, por tanto, carece de sentido. Para usar el lenguaje del «primer Wittgenstein», si lo que puede mostrarse no puede decirse, resulta que hay algo que «se dice» -el lenguaje que se usa- que no se puede decir. Pero si no puede verificarse el sentido de las «proposiciones» filosóficas, es porque no se trata de proposiciones. A lo sumo, de recomendaciones o «reglas». La filosofía no «propone»; simplemente «aclara». Como Wittgenstein escribió, la filosofía no es una doctrina; es una «actividad».

La filosofía actual, Alianza, Madrid 1973, p. 83-87.