El 'élan vital' y la diferenciación en la evolución de las especies

Extractos de obras

Al someter de este modo las diversas formas actuales del evolucionismo a una prueba común, al mostrar que todas ellas vienen a estrellarse en una misma e insuperable dificultad («La prueba» consiste en lo siguiente: en dar cuenta de la existencia de aparatos idénticos (el ojo por ejemplo), obtenidos por medios disímiles en líneas de evolución divergentes.), en modo alguno tenemos la intención de no dar la razón a ninguna de las partes. Al contrario, cada una de ellas, apoyada en un número considerable de hechos, debe ser cierta a su manera. Cada una de ellas debe corresponder a un cierto punto de vista sobre el proceso de evolución. Quizá sea preciso por lo demás que una teoría se mantenga exclusivamente en un punto de vista particular para que siga siendo científica, es decir, para que dé a las búsquedas de detalle una dirección precisa. Pero la realidad sobre la que cada una de estas teorías adquiere un enfoque parcial debe superar a todas. Y esta realidad es el objeto propio de la filosofía, que no se ve constreñida a la precisión de la ciencia, puesto que no apunta hacia ninguna aplicación. Indiquemos por tanto en dos palabras lo que cada una de las tres grandes formas actuales de evolucionismo aporta en nuestraopinión de positivo a la solución del problema, lo que cada una de ellas deja a un lado y en qué punto, a nuestro juicio, habría que hacer convergir este triple esfuerzo para obtener una idea más comprehensiva, aunque por esomismo más vaga, del proceso evolutivo.

Creemos que los neo-darvinistas tienen probablemente razón cuando enseñan que las causas esenciales de variación son las diferencias inherentes al germen de que el individuo es portador, y no las marchas de este individuo en el curso de su carrera. Donde hallamos dificultades para seguir a estos biólogos es cuando consideran las diferencias inherentes al germen puramente accidentales e individuales. No podemos dejar de creer que esas diferencias son el desarrollo de un impulso que pasa de germen a germen a través de los individuos, que por tanto no son puros accidentes y que podrían muy bien aparecer al mismo tiempo, bajo la misma forma, en todos los representantes de una misma especie o al menos en un determinado número de ellos. Por lo demás, la teoría de las mutaciones modifica profundamente el darwinismo en este punto. Dice que en un momento dado, tras un largo período transcurrido, la especie entera se ve tomada por una tendencia a cambiar. Por tanto, la tendencia a cambiar no es accidental. Accidental, cierto, sería el cambio mismo si la mutación opera, como quiere De Vries, en sentidos diferentes en los diferentes representantes de la especie. Pero en primer lugar habrá que ver si la teoría se confirma suficientemente en otras especies vegetales (De Vries sólo la ha verificado sobre la Œnothera Lamarckiana), y además no resulta imposible, como explicaremos más adelante, que la parte de azar sea mayor en la variación de las plantas que en la de los animales porque en el mundo vegetal la función no depende tan estrechamente de la forma. Sea como fuere, los neo-darwinistas están en camino de admitir que los períodos de mutación está determinados. El sentido de la mutación podría, por tanto, estarlo también, al menos en los animales, y en la medida que tendremos que indicar.

Llegaríamos así a una hipótesis semejante a la de Eimer (quien había propuesto la palabra «ortogénesis» para designar la evolución que se realiza en un sentido determinado (1888)), según la cual las variaciones de los diferentes caracteres proseguirían, de generación en generación, en sentidos definidos. Esta hipótesis nos parece plausible, en los límites en que el propio Eimer la encierra. Por supuesto, la evolución del mundo orgánico no debe estar predeterminada en su conjunto. Nosotros, por el contrario, pretendemos que la espontaneidad de la vida se manifiesta ahí mediante una continua creación de formas que suceden a otras formas. Pero esta indeterminación no puede ser completa: debe dejar una cierta parte a la determinación. Un órgano como el ojo, por ejemplo, estaría constituido precisamente por una variación continua en un sentido definido. No vemos siquiera cómo podría explicarse de otro modo la similitud de estructura del ojo en las especies que no poseen la misma historia. Donde nos separamos de Eimer es cuando pretende que las combinaciones de causas físicas y químicas bastan para asegurar el resultado. Hemos tratado, por el contrario, de establecer, mediante el ejemplo preciso del ojo que si aquí se da la «ortogénesis», es porque interviene una causa psicológica.

Precisamente a una causa de orden psicológico han recurrido algunos neo-lamarckianos. Ahí radica, en nuestra opinión, uno de los puntos más sólidos del neo-lamarckismo. Pero si esta causa no es más que el esfuerzo consciente del individuo, no podrá operar más que en un número bastante restringido de casos; todo lo más intervendrá en el animal, y no en el mundo vegetal. E incluso en el mundo animal, no actuará más que en los puntos directa o indirectamente sometidos a la influencia de la voluntad. E incluso allí donde actúe, no se comprende cómo conseguirá un cambio tan profundo como un crecimiento de complejidad: todo lo más, podríamos concebirlo si los caracteres adquiridos se transmitiesen regularmente, de tal forma que se sumasen entre sí; pero esta transmisión parece ser la excepción más que la regla. Un cambio hereditario y de sentido definido, que va acumulándose y componiéndose consigo mismo de tal forma que construye una máquina más y más complicada, debe, sin duda, referirse a alguna especie de esfuerzo, pero a un esfuerzo profundo de otro modo que el esfuerzo individual, independiente de las circunstancias, común a la mayoría de losrepresentantes de una misma especie, inherente a los gérmenes que portan más que a su sola substancia, asegurando con ello la transmisión a sus descendientes.

Mediante un largo rodeo, volvemos de este modo a la idea de que habíamos partido, la de un impulso original de la vida (élan vital), pasando de una generación de gérmenes a la generación siguiente de gérmenes por el intermedio de organismos desarrollados que forman el lazo de unión entre los gérmenes. Este impulso, que se conserva por encima de las líneas de evolución entre las que se reparte, es la causa profunda de las variaciones, al menos de aquellas que se transmiten de forma regular, que se suman, que crean especies nuevas. En general, cuando las especies han comenzado a divergir a partir de una cepa común, acentúan su divergencia a medida que progresan en su evolución. Por lo tanto, en puntos definidos podrán y deberán incluso evolucionar de modo idéntico si se acepta la hipótesis de un impulso común. Tal es lo que nos queda por demostrar de una forma más precisa con el ejemplo mismo que hemos escogido, la formación del ojo en los moluscos y en los vertebrados. La idea de un «impulso original» se volverá así más clara.

La evolución creadora, p. 85-88. Traducción de Mauro Armiño editada en Henri Bergson: Memoria y vida. Textos escogidos por Gilles Deleuze, Alianza, Madrid 1977, p.95-98, (p.566-570 de las Oeuvres, PUF, París 1959).


La evolución: diferenciación (mutaciones) y resultados similares

Decíamos que la vida, desde sus orígenes, es la continuación de un único y mismo impulso que se ha repartido entre líneas de evolución divergentes. Algo ha crecido, alguna cosa se ha desarrollado mediante una serie de adiciones que han sido otras tantas creaciones. Este mismo desarrollo ha sido el que ha llevado a disociarse a las tendencias que no podrían crecer más allá de un determinado punto sin convertirse en incompatibles entre sí. En rigor, nada impediría imaginar un individuo único en el cual, a consecuencia de transformaciones repartidas en millares de siglos, se habría efectuado la evolución de la vida. O también a falta de un individuo único, se podría suponer una pluralidad de individuos sucediéndose en una serie unilineal. En ambos casos la evolución no habría tenido, si podemos expresarnos así, más que una sola dimensión. Pero la evolución se ha hecho en realidad gracias a millones de individuos en líneas divergentes, cada una de las cuales desembocaba en una encrucijada que ofrecía nuevas vías, y así sucesiva e indefinidamente. Si nuestra hipótesis es fundada, si las causas esenciales que trabajan a lo largo de estos caminos diversos son de naturaleza psicológica, deben conservar algo en común pese a la divergencia de sus efectos, como los camaradas separados desde hace mucho tiempo conservan los mismos recuerdos de infancia. Han tenido que producirse bifurcaciones, han tenido que abrirse vías laterales donde los elementos disociados se habrán desarrollado de manera independiente; y no menos se continúa el movimiento de las partes por el impulso primitivo del todo. Alguna cosa del todo debe por tanto subsistir en las partes. Y este elemento común podrá hacerse sensible a los ojos de alguna manera, quizá por la presencia de órganos idénticos en organismos muy diferentes. Supongamos, por un instante, que el mecanismo sea la verdad: la evolución se habrá hecho por medio de una serie de accidentes que se suman unos a otros, conservándose cada accidente nuevo por selección si es que resulta ventajoso a esta suma de accidentes ventajosos anteriores que representa la forma actual del ser vivo. ¿Qué casualidad no habrá tenido que darse para que, por dos series totalmente distintas de accidentes que se suman, dos evoluciones totalmente diferentes lleguen a resultados semejantes? Cuanto más diverjan dos líneas de evolución, menos probabilidades habrá para que las influencias accidentales exteriores o las variaciones accidentales internas hayan determinado en ellas la construcción de aparatos idénticos, sobre todo si no había huella de estos aparatos en el momento en que se ha producido la bifurcación. Esta similitud seria, por el contrario, natural en una hipótesis como la nuestra: habría que volver a encontrar, hasta en los últimos arroyuelos, algo del impulso recibido en la fuente. El puro mecanismo sería, por tanto, refutable, y la finalidad, en el sentido especial en que nosotros lo entendemos, demostrable por un cierto lado, si se pudiese establecer que la vida fabrica ciertos aparatos idénticos, por medios desemejantes, sobre las líneas de evolución divergentes. La fuerza de la prueba sería por lo demás proporcional al grado de alejamiento de las líneas de evolución escogidas, y al grado de complejidad de las estructuras similares que se encontrase en ellas.

La evolución creadora, p. 53-55. Traducción de Mauro Armiño editada en Henri Bergson: Memoria y vida. Textos escogidos por Gilles Deleuze, Alianza, Madrid 1977, p.99-100, (p.539-541 de las Oeuvres, PUF, París 1959).


El error conjunto del mecanicismo y del finalismo en la interpretación de la evolución

Dos puntos son igualmente sorprendentes en un órgano como el ojo: la complejidad de su estructura y la simplicidad de su funcionamiento. El ojo se compone de partes distintas, tales como la esclerótica, la córnea, la retina, el cristalino, etc. El detalle de cada una de estas partes nos llevaría a lo infinito. Por no hablar más que de la retina, sabemos que comprende tres capas superpuestas de elementos nerviosos -células multipolares, células bipolares, células visuales- cada una de las cuales tiene su individualidad y constituye indudablemente un organismo muy complejo: y todavía no se trata sino de un esquema simplificado de la fina estructura de esta membrana. Esta máquina que es el ojo está pues compuesta de una infinidad de máquinas, de una extrema complejidad todas ellas. Y no obstante la visión es un hecho simple. Al abrirse el ojo, tiene lugar la visión. Precisamente porque el funcionamiento es simple, la más ligera distracción de la naturaleza en la construcción de la máquina infinitamente complicada hubiese hecho imposible la visión misma. Lo que desconcierta nuestro espíritu es la complejidad del órgano y la unidad de la función.

La teoría del mecanicismo será la que nos invitará a asistir a la construcción gradual de la máquina por influjo de circunstancias exteriores, que intervienen directamente por una acción sobre los tejidos o bien indirectamente por la selección de los mejor adaptados. Pero sea cualquiera la forma que tome esta tesis, y aunque supusiésemos algún valor en ella para el detalle de las partes, no aporta luz alguna sobre su correlación.

Viene entonces la teoría del finalismo. Afirma que las partes han sido conjuntadas según un plan preconcebido y con vistas a un fin. Con lo que asimila la tarea de la naturaleza a la del artesano que procede, también él, a conjuntar las partes con vistas a la realización de una idea o a la imitación de un modelo. El mecanicismo reprochará pues con toda razón al finalismo su carácter antropomórfico. Pero no se da cuenta de que procede también él mismo de acuerdo con este método, truncándolo simplemente. Sin duda que hace tabla rasa del fin intentado o del modelo ideal, pero pretende, también él, que la naturaleza haya trabajado como el obrero humano, por medio del agregado de partes. Pero una simple mirada al desarrollo de un embrión le hubiese mostrado que la vida se comporta de modo totalmente diverso. No procede por asociación y adición de elementos, sino por disociación y desdoblamiento.

Se impone pues el superar uno y otro punto de vista, el del mecanicismo y el del finalismo, que no son, en el fondo sino puntos de vista sugeridos por el espectáculo del trabajo humano. ¿Pero en qué sentido habrá que superarlos? Decíamos que al analizar la estructura de un órgano vamos, de descomposición en descomposición, hacia lo infinito, aunque el funcionamiento del conjunto sea algo simple. Este contraste entre la complicación infinita del órgano y la simplicidad extrema de la función es precisamente lo que debería abrirnos los ojos.

En general, cuando un mismo objeto aparece en un aspecto como simple y en el otro como infinitamente compuesto, uno y otro aspecto están lejos de tener la misma importancia, o por mejor decir, el mismo grado de realidad. En este caso la simplicidad pertenece al objeto mismo, y lo infinito de su complejidad a las perspectivas que tomamos sobre el objeto girando alrededor de él, a los símbolos yuxtapuestos por los cuales nuestros sentidos o nuestra inteligencia nos lo representan, y de un modo más general a elementos de diferente orden con los que tratamos de imitarlo artificialmente, pero con los que permanece inconmensurable, por ser de naturaleza distinta a la de ellos [...].

La obra fabricada diseña la forma del trabajo de fabricación. Quiero decir que el fabricante encuentra exactamente en su producto lo que en él ha puesto. Si quiere construir una máquina, preparará sus piezas una a una, después las reunirá: y la máquina ya hecha dejará ver las piezas y su ensamblaje; el conjunto del resultado representa aquí el conjunto del trabajo de construirla, y a cada parte del trabajo corresponde una parte del resultado.

Debo ahora reconocer que la ciencia positiva puede y debe proceder como si la organización fuese un trabajo de este género. Pues sólo con esta condición podrá habérselas con cuerpos orgánicos. Pues su objetivo no es revelarnos el fondo de las cosas sino proveernos del mejor medio para obrar sobre ellas. Ahora bien, la física y la química son ciencias ya muy avanzadas, y la materia viva no se presta a nuestra acción sino en la medida en que podemos tratarla con procedimientos de nuestra física y de nuestra química. Por esto la organización no será apta para el estudio científico más que si el cuerpo orgánico es previamente asimilado a una máquina. Las células serán las piezas de la máquina, y la organización será su ensamblaje. Y aquellos trabajos elementales que organizan las partes serán considerados como si fuesen los elementos reales de la tarea que ha organizado el todo. He aquí el punto de vista de la ciencia. Completamente distinto es, a nuestro parecer, el de la filosofía. El todo de un mecanismo organizado representa adecuadamente, en rigor, el conjunto total del trabajo organizador (aunque esto no es verdadero sino de un modo aproximado), pero a nuestro parecer las partes de la máquina no corresponden a las partes del trabajo, pues la materialidad de tal máquina no representa ya un conjunto de medios empleados, sino un conjunto de obstáculos vencidos. es una negación más bien que una realidad positiva. Como hemos mostrado en otro estudio anterior, la visión es una facultad que alcanzaría, de derecho, una infinidad de cosas que son inaccesibles a nuestra mirada. Pero una visión tal no se podría prolongar en acción; sería adecuada a un fantasma y no a un ser vivo. La visión de un ser vivo ha de ser eficaz, limitada a los objetos sobre los que puede obrar: es una visión canalizada, y el aparato visual simboliza simplemente el trabajo de canalización. Supuesto esto, la creación del aparato visual no se explica por el ensamblaje de sus elementos anatómicos mejor que la apertura de un canal se explicaría por un acarreo de tierra que habría construido sus orillas. La tesis mecanicista consistiría en decir que la tierra ha sido acarreada carro por carro, el finalismo añadiría que la tierra no ha sido depositada al azar sino que se ha seguido en ello un plan. Pero mecanicismo y finalismo errarían ambos, pues el canal ha venido a ser en forma diversa [...].

La evolución creadora, p. 89-95. Textos de los grandes filósofos: edad contemporánea, Herder, Barcelona 1990, p. 152-155, (p.570-575 de las Oeuvres, PUF, París 1959).


Un ejemplo de la diferenciación con resultados semejantes: la visión (crítica al finalismo)

Cuanto más considerable es el esfuerzo de la mano, tanto más se introduce en el interior de la limalla. Pero cualquiera que sea el punto en que se detenga, instantáneamente y automáticamente los granos se equilibran, se coordinan entre si. Y lo mismo ocurre con la visión y con su órgano. Según que el acto indiviso que constituye la visión avance más o menos lejos, la materialidad del órgano se hace de un número más o menos considerable de elementos coordinados entre si, pero el orden es necesariamente completo y perfecto. No podría ser parcial porque, una vez más, el proceso real que lo origina no tiene partes. Esto es lo que ni el mecanicismo ni el finalismo tienen en cuenta, y esto es lo que nosotros no tomamos en consideración cuando nos asombramos de la maravillosa estructura de un instrumento como el ojo. En el fondo de nuestro asombro siempre hay esa idea de que sólo una parte de este orden habría podido realizarse, que su realización completa es una especie de gracia. Los finalistas dispensan esta gracia de una sola vez con la causa final los mecanicistas pretenden obtenerla poco a poco mediante el efecto de la selección natural; pero unos y otros ven en este orden algo positivo y en su causa, por tanto, algo de fraccionable que implica todos los grados posibles de perfección. En realidad, la causa es más o menos intensa, pero no puede producir su efecto más que en bloque y de una manera acabada. Según vaya más o menos lejos en el sentido de la visión, producirá las simples manchas pigmentarias de un organismo inferior, o el ojo rudimentario de una Sérpula, o el ojo ya diferenciado del Alciope, o el ojo maravillosamente perfeccionado de un pájaro, pero todos estos órganos, de complicación muy desigual, presentarán necesariamente una coordinación igual. Por esto dos especies de animales podrán estar muy alejadas una de otra; pero por lejos que haya ido en una y en otra la marcha de la visión, en las dos partes estará presente el mismo órgano visual, porque la forma del órgano no hace sino expresar la medida en que ha conseguido el ejercicio de la función.

Pero, hablando de una marcha de la visión, ¿no volvemos al viejo concepto de finalidad? Indudablemente seria así si esta marcha exigiese la representación, consciente o inconsciente, de una meta a alcanzar. Pero lo cierto es que se realiza en virtud del impulso original de la vida, que se halla implicada en ese movimiento mismo, y que por ello precisamente se la vuelve a encontrar en las líneas de evolución independientes. Si ahora se nos preguntase por qué y cómo se halla implicada, responderíamos que la vida es, ante todo, una tendencia a actuar sobre la materia bruta. El sentido de esta acción no está, sin duda, predeterminado: de ahí la imprevisible variedad de las formas que la vida, a evolucionar, siembra en su camino. Pero esta acciónpresenta siempre, en un grado más o menos elevado, el carácter de la contingencia; implica por lo menos un rudimento de elección. Ahora bien, una elección supone la representación anticipada de varias acciones posibles. Es preciso por tanto que se dibujen posibilidades de acción para el ser vivo antes de la acción misma. La percepción visual no es otra cosa: los contornos visibles de los cuerpos son el diseño de nuestra acción eventual sobre ellos. La visión, por tanto, se volverá a encontrar, en diferentes grados, en los animales más diversos, y se manifestará con la misma complejidad de estructura por doquiera que alcance el mismo grado de intensidad.

La evolución creadora, p. 96-98. Traducción de Mauro Armiño editada en Henri Bergson: Memoria y vida. Textos escogidos por Gilles Deleuze, Alianza Editorial, Madrid 1977, p.100-102, (p.576-578 de las Oeuvres, París, PUF, 1959).


Limitación del élan vital. (crítica al finalismo)

No hay que olvidar que la fuerza que evoluciona a través del mundo organizado es una fuerza limitada que siempre trata de superarse a sí misma, y que siempre resulta inadecuada a la obra que tiende a producir. Del desconocimiento de este punto han nacido los errores y las puerilidades del finalismo radical. Se ha representado el conjunto del mundo vivo como una construcción, y como una construcción análoga a las nuestras. Todas las piezas estarían dispuestas con vistas al mejor funcionamiento posible de la máquina. Cada especie tendría su razón de ser, su función, su destino. En conjunto darían un gran concierto en el que las aparentes disonancias no servirían más que para hacer resaltar la armonía fundamental. En una palabra, todo ocurriría en la naturaleza como en las obras del genio humano, donde el resultado obtenido puede ser mínimo, pero donde hay al menos adecuación perfecta entre el objeto fabricado y el trabajo de fabricación.

Nada semejante ocurre en la evolución de la vida. La desproporción entre el trabajo y el resultado es sorprendente. De arriba a abajo del mundo organizado sólo hay siempre un gran esfuerzo; pero la mayoría de las veces este esfuerzo se queda corto, bien paralizado por fuerzas contrarias, bien distraído de lo que debe hacer por lo que ya hace, absorto por la forma que se ve obligado a adoptar, hipnotizado por ella como por un espejo. Hasta en sus obras más perfectas, cuando parece haber triunfado de las resistencias interiores y también de la suya propia, está a merced de la materialidad que ha debido darse. Y esto puede experimentarlo cada uno de nosotros en sí mismo. Nuestra libertad, en los movimientos mismos por los que se afirma, crea los hábitos nacientes que la ahogarán si no se renueva por un esfuerzo constante: el automatismo la acecha. El pensamiento más vivo se helará en la fórmula que lo expresa. La palabra se vuelve contra la idea. La letra mata el espíritu. Y nuestro entusiasmo más ardiente, cuando se exterioriza en acción, se fija a veces tan naturalmente en frío cálculo de interés o de vanidad, lo uno adopta tan fácilmente la forma de lo otro, que podríamos confundirlos, dudar de nuestra propia sinceridad, negar la bondad y el amor si no supiésemos que la muerte conserva durante algún tiempo las huellas de lo vivo.

La causa profunda de estas disonancias radica en una irremediable diferencia de ritmo. En general la vida es la movilidad misma; las manifestaciones particulares de la vida no aceptan esta movilidad más que a duras penas y la retardan constantemente. Esta siempre va hacia adelante; aquéllas querrían caminar sin moverse. En líneas generales, la evolución se realizaría, hasta donde fuera posible, en línea recta; cada evolución especial es un proceso circular. Como los torbellinos de polvo levantados por el viento que pasa, los vivos giran sobre si mismos, suspendidos en el gran viento de la vida. Son, por tanto, relativamente estables, e imitan incluso tan bien la inmovilidad que los tratamos como cosas más que como progresos, olvidando que la permanencia misma de su forma no es más que el diseño de un movimiento. Sin embargo, a veces se materializa a nuestros ojos, en una aparición fugitiva, el viento invisible que los arrastra. Tenemos esta repentina iluminación ante ciertas formas del amor maternal, tan sorprendente, tan conmovedor también en la mayoría de los animales, observable incluso en la solicitud de la planta por su grana. Este amor, donde algunos han visto el gran misterio de la vida, quizá nos entregase el secreto. Nos muestra a cada generación inclinada sobre la generación que la seguirá. Nos deja entrever que el ser vivo es sobre todo un lugar de paso, y que lo esencial de la vida radica en el movimiento que la transmite.

Este contraste entre la vida en general, y las formas en que se manifiesta, presenta por doquier el mismo carácter. Podría decirse que la vida tiende a actuar todo lo posible, pero que cada especie prefiere dar la menor suma posible de esfuerzo. Considerada en lo que constituye su esencia misma, es decir, como una transición de especie a especie, la vida es una acción siempre creciente. Pero cada una de las especies, a través de las que la vida pasa, no apunta más que a su comodidad. Se dirige a lo que exige el menor esfuerzo. Absorbiéndose en la forma que va a adoptar, entra en un semi-sueño donde ignora casi todo el resto de la vida; se forja a sí misma con vistas a la explotación más fácil posible de su entorno inmediato. De esta forma, el acto por el que la vida se encamina hacia la creación de una forma nueva, y el acto por el que esta forma se dibuja, son dos movimientos diferentes y a menudo antagónicos. El primero se prolonga en el segundo, pero no puede prolongarse ahí sin distraerse de su dirección, como ocurriría a un saltador que para franquear el obstáculo se viera obligado a volver los ojos y a mirarse a sí mismo.

Las formas vivas son, por definición, formas viables. Sea cual fuere la forma en que se explique la adaptación del organismo a sus condiciones de existencia, esta adaptación es necesariamente suficiente desde el momento en que la especie subsiste. En este sentido, cada una de las especies sucesivas que describen la paleontología y la zoología fue un éxito alcanzado por la vida. Pero las cosas toman otro aspecto muy distinto cuando se compara cada especie con el movimiento que la ha depositado en su camino, y no con las condiciones en que se halla inserta. Con frecuencia, este movimiento se ha desviado, y con frecuencia también ha sido detenido en seco; lo que no debía ser más que un lugar de paso se ha convertido en la meta. Desde este nuevo punto de vista, el fracaso aparece como la regla, el éxito como excepcional y siempre imperfecto.

La evolución creadora, p. 127-130. Traducción de Mauro Armiño editada en Henri Bergson: Memoria y vida. Textos escogidos por Gilles Deleuze, Alianza, Madrid 1977, p.111-114, (p. 602-605 de las Oeuvres, PUF, París 1959).