Descartes: el cogito y el mundo

Extractos de obras

Cerraré ahora los ojos, me taparé los oídos, suspenderé mis sentidos; hasta borraré de mi pensamiento toda imagen de las cosas corpóreas, o, al menos, como eso es casi imposible, las reputaré vanas y falsas; de este modo, en coloquio sólo conmigo y examinando mis adentros, procuraré ir conociéndome mejor y hacerme más familiar a mí propio. Soy una cosa que piensa, es decir, que duda, afirma, niega, conoce unas pocas cosas, ignora otras muchas, ama, odia, quiere, no quiere, y que también imagina y siente, pues, como he observado más arriba, aunque lo que siento e imagino acaso no sea nada fuera de mí y en sí mismo, con todo estoy seguro de que esos modos de pensar residen y se hallan en mí, sin duda. Y con lo poco que acabo de decir, creo haber enumerado todo lo que sé de cierto, o, al menos, todo lo que he advertido saber hasta aquí.

Consideraré ahora con mayor circunspección si no podré hallar en mí otros conocimientos de los que aún no me haya apercibido. Sé con certeza que soy una cosa que piensa; pero ¿no sé también lo que se requiere para estar cierto de algo? En ese mi primer conocimiento, no hay nada más que una percepción clara y distinta de lo que conozco, la cual no bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan clara y distintamente resultase falsa. Y por ello me parece poder establecer desde ahora, como regla general, que son verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente.

Sin embargo, he admitido antes de ahora, como cosas muy ciertas y manifiestas, muchas que más tarde he reconocido ser dudosas e inciertas. ¿Cuáles eran? La tierra, el cielo, los astros y todas las demás cosas que percibía por medio de los sentidos. Ahora bien: ¿qué es lo que concebía en ellas como claro y distinto? Nada más, en verdad, sino que las ideas o pensamientos de esas cosas se presentaban a mi espíritu. Y aun ahora no niego que esas ideas estén en mí. Pero había, además, otra cosa que yo afirmaba, y que pensaba percibir muy claramente por la costumbre que tenía de creerla, a saber: que había fuera de mí ciertas cosas, de las que procedían esas ideas, y a las que éstas se asemejaban por completo. Y en eso me engañaba; o al menos, si es que mi juicio era verdadero, no lo era en virtud de un conocimiento que yo tuviera.

Pero cuando consideraba algo muy sencillo y fácil, tocante a la aritmética y la geometría, como, por ejemplo, que dos más tres son cinco, o cosas semejantes, ¿no las concebía con claridad suficiente para asegurar que eran verdaderas? Y si más tarde he pensado que cosas tales podían ponerse en duda, no ha sido por otra razón sino ocurrírseme que acaso Dios hubiera podido darme una naturaleza tal, que yo me engañase hasta en las cosas que me parecen más manifiestas. Pues bien, siempre que se presenta a mi pensamiento esa opinión, anteriormente concebida, acerca de la suprema potencia de Dios, me veo forzado a reconocer que le es muy fácil, si quiere, obrar de manera que yo me engañe aun en las cosas que creo conocer con grandísima evidencia; y, por el contrario, siempre que reparo en las cosas que creo concebir muy claramente, me persuaden hasta el punto de que prorrumpo en palabras como éstas: engáñeme quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo, ni que alguna vez sea cierto que yo no haya sido nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que dos más tres sean algo distinto de cinco, ni otras cosas semejantes, que veo claramente no poder ser de otro modo que como las concibo.

Ciertamente, supuesto que no tengo razón alguna para creer que haya algún Dios engañador, y que no he considerado aún ninguna de las que prueban que hay un Dios, los motivos de duda que sólo dependen de dicha opinión son muy ligeros y, por así decirlo, metafísicos. Mas a fin de poder suprimirlos del todo, debo examinar si hay Dios, en cuanto se me presente la ocasión, y, si resulta haberlo, debo también examinar si puede ser engañador; pues, sin conocer esas dos verdades, no veo cómo voy a poder alcanzar certeza de cosa alguna. Y para tener ocasión de averiguar todo eso sin alterar el orden de meditación que me he propuesto, que es pasar por grados de las nociones que encuentre primero en mi espíritu a las que pueda hallar después, tengo que dividir aquí todos mis pensamientos en ciertos géneros, y considerar en cuáles de estos géneros hay, propiamente, verdad o error.

De entre mis pensamientos, unos son como imágenes de cosas, y a éstos solos conviene con propiedad el nombre de «idea», como cuando quiero, temo, afirmo o niego; pues, si bien concibo entonces alguna cosa de la que trata la acción de mi espíritu, añado asimismo algo, mediante esa acción, a la idea que tengo de aquella cosa; y de este género de pensamientos, unos son llamados voluntades o afecciones, y otros juicios.

Pues bien, por lo que toca a las ideas, si se las considera sólo en sí mismas, sin relación a ninguna otra cosa, no pueden ser llamadas con propiedad falsas; pues imagine yo una cabra o una quimera, tan verdad es que imagino la una como la otra.

No es tampoco de temer que pueda hallarse falsedad en las afecciones o voluntades; pues aunque yo pueda desear cosas malas, o que nunca hayan existido, no es menos cierto por ello que yo las deseo.

Por tanto, sólo en los juicios debo tener mucho cuidado de no errar. Ahora bien, el principal y más frecuente error que puede encontrarse en ellos consiste en juzgar que las ideas que están en mí son semejantes o conformes a cosas que están fuera de mí, pues si considerase las ideas sólo como ciertos modos de mi pensamiento, sin pretender referirlas a alguna cosa exterior, apenas podrían darme ocasión de errar.

Pues bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, otras extrañas y venidas de fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo.

Mas se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas ideas tengo en mí, hay algunas que existen fuera de mí. Es a saber: si tales ideas se toman sólo en cuanto que son ciertas maneras de pensar, no reconozco entre ellas diferencias o desigualdad alguna, y todas parecen proceder de mí de un mismo modo; pero, al considerarlas como imágenes que representan unas una cosa y otras otra, entonces es evidente que son muy distintas unas de otras. En efecto, las que me representan substancias son sin duda algo más, y contienen (por así decirlo) más realidad objetiva, es decir, participan por representación de más grados de ser o perfección, que aquellas que me representan sólo modos o accidentes. Y más aún: la idea por la que concibo un Dios supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente y creador universal de todas las cosas que están fuera de él, esa idea -digo- ciertamente tiene en sí más realidad objetiva que las que me representan substancias finitas.

Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural. que debe haber por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en su efecto: pues ¿de dónde puede sacar el efecto su realidad, si no es de la causa? ¿Y cómo podría esa causa comunicársela, si no la tuviera ella misma?

Y de ahí se sigue, no sólo que la nada no podría producir cosa alguna, sino que lo más perfecto, es decir, lo que contiene más realidad, no puede provenir de lo menos perfecto. Y esta verdad no es sólo clara y evidente en aquellos efectos dotados de esa realidad que los filósofos llaman actual o formal, sino también en las ideas, donde sólo se considera la realidad que llaman objetiva.

Pues bien, para que una idea contenga tal realidad objetiva más bien que tal otra, debe haberla recibido, sin duda, de alguna causa, en la cual haya tanta realidad formal, por lo menos, cuanta realidad objetiva contiene la idea. Pues si suponemos que en la idea hay algo que no se encuentra en su causa, tendrá que haberlo recibido de la nada; mas, por imperfecto que sea el modo de ser según el cual una cosa está objetivamente o por representación en el entendimiento, mediante su idea, no puede con todo decirse que ese modo de ser no sea nada, ni, por consiguiente, que esa idea tome su origen de la nada. Tampoco debo suponer que, siendo sólo objetiva la realidad considerada en esas ideas, no sea necesario que la misma realidad este formalmente en las causas de ellas, ni creer que basta con que esté objetivamente en dichas causas; pues, así como el modo objetivo de ser compete a las ideas por su propia naturaleza, así también el modo formal de ser compete a las causas de esas ideas (o por lo menos, a las primeras y principales) por su propia naturaleza. Y aunque pueda ocurrir que de una idea nazca otra idea, ese proceso no puede ser infinito, sino que hay que llegar finalmente a una idea primera, cuya causa sea como un arquetipo, en el que esté formal y efectivamente contenida toda la realidad o perfección que en esa idea está sólo de modo objetivo o por representación. De manera que la luz natural me hace saber con certeza que las ideas son en mí como cuadros o imágenes, que pueden con facilidad ser copias defectuosas de las cosas, pero que en ningún caso pueden contener nada mayor o más perfecto que éstas.

Y cuanto más larga y atentamente examino todo lo anterior, tanto más clara y distintamente conozco que es verdad. Mas, a la postre, ¿qué conclusión obtendré de todo ello? Esta, a saber: que, si la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal, que yo pueda saber con claridad que esa realidad no está en mí formal ni eminentemente (y, por consiguiente, que yo no puedo ser causa de tal idea), se sigue entonces necesariamente de ello que no estoy solo en el mundo, y que existe otra cosa, que es causa de esa idea; si, por el contrario, no hallo en mí una idea así, entonces careceré de argumentos que puedan darme certeza de la existencia de algo que no sea yo, pues los he examinado todos con suma diligencia, y hasta ahora no he podido encontrar ningún otro.

Meditaciones metafísicas, III. (Edición de Vidal Peña, Alfaguara, Madrid 1977, p. 31-37.)