Deleuze-Guattari: deseo y producción

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Extractos de obras

En la máquina territorial o incluso despótica, la reproducción social económica nunca es independiente de la reproducción humana, de la forma social de esta reproducción humana. La familia es, pues, una praxis abierta, una estrategia coextensiva al campo social; las relaciones de filiación y de alianza son determinantes, o más bien «determinadas a ser dominantes». Lo marcado, inscrito, sobre el socius, en efecto, son los productores (o no productores) según el rango de su familia y su rango en la familia. El proceso de la reproducción no es directamente económico, pero pasa por los factores no económicos del parentesco. Esto no es cierto tan sólo con respecto a la máquina territorial, y los grupos locales que determinan el lugar de cada uno en la reproducción social económica según su rango desde el punto de vista de las alianzas y las filiaciones, sino también de la máquina despótica que dobla a estas últimas con las relaciones de la nueva alianza y de la filiación directa (de donde el papel de la familia del soberano en la sobrecodificación despótica, y de la "dinastía", cualesquiera que sean sus mutaciones, incertidumbres, que siempre se inscriben en la misma categoría de nueva alianza). Ya no podríamos decir exactamente lo mismo con respecto al sistema capitalista. La representación ya no se relaciona con un objeto distinto, sino con la actividad productora misma. El socius como cuerpo lleno se ha vuelto directamente económico en tanto que capital-dinero; no tolera ningún otro presupuesto. Lo que está inscrito o marcado ya no son los productores o no-productores, sino las fuerzas y medios de producción como cantidades abstractas que se vuelven efectivamente concretas en su puesta en contacto o conjunción: fuerza de trabajo o capital, capital constante o capital variable, capital de filiación o de alianza... El capital ha tomado sobre sí las relaciones de alianza y de filiación. Se produce una privatización de la familia, según la cual deja de dar su forma social a la reproducción económica: sufre como un retiro de catexis; hablando como Aristóteles, ya no es más que la forma de la materia o del material humano que se halla subordinada a la forma social autónoma de la reproducción económica y va a ocupar el lugar que ésta le asigna.Es decir, que Ios elementos de la producción y de la antiproducción no se reproducen como los hombres mismos, sino que encuentran en ellos un simple material que la forma de la reproducción económica preorganiza de un modo por completo distinto de la que tiene como reproducción humana. Precisamente porque está privatizada, colocada fuera de campo, la forma del material o de la reproducción humana engendra hombres que sin dificultad se pueden suponer iguales entre sí; pero, en el campo mismo, la forma de la reproducción social económica ya ha preformado la forma del material para engendrar allí donde es preciso al capitalista como función derivada del capital, al trabajador como función derivada de la fuerza de trabajo, etc., de tal manera que la familia se halla de antemano recortada por el orden de las clases (es en este sentido que la segregación es el único origen de la igualdad. . . )

Ese colocar fuera del campo social a la familia es también su mayor posibilidad social. Pues es la condición bajo la que todo el campo social va a poder aplicarse a la familia. Las personas individuales son, en primer lugar, personas sociales, es decir, funciones derivadas de las cantidades abstractas; se vuelven en su conjunción. Son, exactamente, configuraciones o imágenes producidas por los puntos-signos, los cortes-flujos, las puras «figuras» del capitalismo: el capitalista como capital personificado, es decir como función derivada del flujo de capital, el trabajador como fuerza de trabajo personificada, función derivada del flujo de trabajo. El capitalismo llena así con imágenes su campo de inmanencia: incluso la miseria, la desesperación, la rebeldía, y por la otra parte, la violencia y la opresión del capital se vuelven imágenes de miseria, desesperación, rebeldía, violencia u opresión. Pero a partir de las figuras no figurativas o de los cortes-flujos que las producen, esas imágenes no serán figurantes y reproductivas más que al informar un material humano cuya forma específica de reproducción vuelve a caer fuera del campo social que, sin embargo, la determina. Las personas privadas son, pues, imágenes de segundo orden, imágenes de imágenes, es decir, simulacros que reciben así la aptitud a representar la imagen de primer orden de las personas sociales. Estas personas privadas están formalmente determinadas en el lugar de la familia restringida como padre, madre, hijo. Pero, en lugar de que esta familia sea una estrategia que, a base de alianzas y filiaciones, se abra sobre todo el campo social, le sea coextensiva y recorte sus coordenadas, ya no es, diríamos, más que una simple táctica sobre la que se cierra el campo social, a la que aplica sus exigencias autónomas de reproducción y recorta con todas sus dimensiones. Las alianzas y filiaciones ya no pasan por los hombres, sino por el dinero; entonces la familia se vuelve microcosmos, apta para expresar lo que ya no domina. En cierta manera, la situación no ha cambiado; lo cargado a través de la familia es siempre el campo social económico, político y cultural, sus cortes y sus flujos. Las personas privadas son una ilusión, imágenes de imágenes o derivadas de derivadas. Mas, en otro aspecto, todo ha cambiado, ya que la familia, en lugar de constituir y desarrollar los factores dominantes de la reproducción social, se contenta con aplicar y envolver esos factores en su propio modo de reproducción. Padre, madre, hijo, se convierten así en el simulacro de las imágenes del capital («El Señor Capital, La Señora Tierra» y su hijo, el Trabajador...), de tal modo que esas imágenes ya no son del todo reconocidas en el deseo determinado a cargar tan sólo el simulacro. Las determinaciones familiares se convierten en la aplicación de la axiomática social. La familia se convierte en el subconjunto al que se aplica el conjunto del campo social. Como cada cual tiene un padre y una madre en calidad de privado, un subconjunto distributivo simula para cada uno el conjunto colectivo de las personas sociales que sujeta su campo y enturbia sus imágenes. Todo se vuelca sobre el triángulo padre-madre-hijo, que resuena respondiendo «papámamá» cada vez que es estimulado con las imágenes del capital. En una palabra, llega Edipo: nace en el sistema capitalista en la aplicación de las imágenes sociales de primer orden a las imágenes familiares privadas de segundo orden. Es el conjunto de llegada que responde a un conjunto de partida socialmente determinado. Es nuestra formación colonial íntima que responde a la forma de soberanía social. Todos nosotros somos pequeñas colonias y es Edipo quien nos coloniza. Cuando la familia deja de ser una unidad de producción y de reproducción, cuando la conjunción recobra en ella el sentido de una simple unidad de consumo, consumimos el padre-madre. En el conjunto de partida hay el patrón, el jefe, el cura, el poli, el recaudador de impuestos, el soldado, el trabajador, todas las máquinas y territorialidades, todas las imágenes sociales de nuestra sociedad; pero, en el conjunto de llegada, en el límite, ya no hay más que papá, mamá y yo, el signo despótico recogido por papá, la territorialidad residual asumida por mamá y el yo dividido, cortado, castrado. Esta operación de proyección, de plegado o de aplicación, es tal vez lo que hace decir a Lacan, traicionando voluntariamente el secreto del psicoanálisis como axiomática aplicada: lo que parece «jugar más libremente en lo que se llama diálogo analítico depende de hecho de un basamento perfectamente reducible a algunas articulaciones esenciales y formalizables». Todo está preformado, arreglado de antemano. El campo social en el que cada uno padece y actúa como agente colectivo de enunciación, agente de producción y de antiproducción, se proyecta, se vuelca sobre Edipo, en el que cada uno ahora se halla preso en su rincón, cortado según la línea que le divide en sujeto de enunciado y sujeto de enunciación individual. El sujeto de enunciado es la persona social y el sujeto de enunciación, la persona privada. «Luego» es tu padre, luego es tu madre, luego eres tú: la conjunción familiar resulta de las conjunciones capitalistas, en tanto que se aplican a personas privatizadas. Papá-mamá-yo, estamos seguros de encontrarlos en todo lugar, puesto que a ellos aplicamos todo. El reino de las imágenes, ésa es la nueva manera como el capitalismo utiliza las esquizias y desvía los flujos: imágenes compuestas, imágenes proyectadas sobre imágenes, de tal modo queal final de la operación, el pequeño yo de cada uno, relacionado con su padre-madre, sea verdaderamente el centro del mundo. Mucho más solapado que el reino subterráneo de los fetiches de la tierra o el reino celeste de los ídolos del déspota, es el advenimiento de la máquina edípica-narcisista: «Ni glifos, ni jeroglíficos, ...queremos la realidad objetiva, real, ...es decir, la idea-Kodak... Para cada hombre, cada mujer, el universo es tan sólo lo que rodea su absoluta pequeña imagen de él mismo o de ella misma... ¡Una imagen! Una instantánea-kodak es un film universal de instantáneas». Cada uno como pequeño microcosmos triangulado, el yo narcisista se confunde con el sujeto edípico.

Edipo, por último... es finalmente una operación muy simple, con facilidad formalizable. Todavía implica la historia universal. Hemos visto en qué sentido la esquizofrenia era el límite absoluto de toda sociedad, en tanto que hacía pasar flujos descodificados y desterritorializados que devuelve a la producción deseante, «al límite» de toda producción social. Y el capitalismo, el límite relativo de toda sociedad, en tanto que axiomatiza los flujos descodificados y re-territorializa los flujos desterritorializados. Además el capitalismo encuentra en la esquizofrenia su propio límite exterior, que no cesa de rechazar y conjurar, mientras que él mismo produce sus límites inmanentes que desplaza y agranda sin cesar. Pero el capitalismo necesita aún de otro modo un límite interior desplazado: precisamente para rechazar o neutralizar el límite exterior absoluto, el límite esquizofrénico, necesita interiorizarlo, esta vez restringiéndolo, haciéndolo pasar ya no entre la producción social y la producción deseante que se separa, sino por el interior de la producción social, entre la forma de la reproducción social y la forma de una reproducción familiar sobre la que ésta se vuelca, entre el conjunto social y el subconjunto privado al que éste se aplica. Edipo es este límite desplazado o interiorizado, el deseo se deja prender en él. El triángulo edípico es la territorialidad íntima y privada que corresponde a todos los esfuerzos de re-territorialización social del capitalismo. Límite desplazado, puesto que es el representado desplazado del deseo, tal fue siempre Edipo para cualquier formación. Pero en las formaciones primitivas este límite permanece inocupado, en la misma medida que los flujos están codificados y que el juego de las alianzas y de las filiaciones mantiene las familias amplias a la escala de las determinaciones del campo social impidiendo toda proyección secundaria de éstas sobre aquéllas. En las formaciones despóticas el límite edípico está ocupado, simbólicamente ocupado, pero no vivido o habitado, en la medida que el incesto imperial efectúa una sobrecodificación que a su vez sobrevuela todo el campo social (representación reprimente): las operaciones formales de proyección, volcado, extrapolación, etc., que más tarde pertenecerán a Edipo, ya se dibujan, pero en un espacio simbólico en el que se constituye el objeto de las alturas. Sólo en la formación capitalista el límite edípico se halla no sólo ocupado, sino habitado y vivido, en el sentido en que las imágenes sociales producidas por los flujos descodificados se vuelcan, se proyectan efectivamente sobre imágenes familiares restringidas cargadas por el deseo. Es en este punto de lo imaginario que Edipo se constituye, al mismo tiempo que acaba su emigración en los elementos profundos de la representación: el representado desplazado se ha convertido como tal en el representante del deseo. Es evidente, por tanto, que este devenir o esta constitución no se realizan bajo las especies imaginadas en las formaciones sociales anteriores, puesto que el Edipo imaginario resulta de tal devenir y no a la inversa. No es por un flujo de mierda o una ola de incesto que llega Edipo, sino por los flujos descodificados del capital-dinero. Las oleadas de incesto y de mierda no lo derivan más que secundariamente, en tanto que acarrean esas personas privadas sobre las que los flujos de capital se vuelcan o se aplican (de donde la compleja génesis por completo deformada en la ecuación psicoanalítica mierda = dinero: de hecho, se trata de un sistema de encuentros o de conjunciones, de derivadas y de resultantes entre flujos descodificados).

Hay en Edipo una recapitulación de los tres estados o de las tres máquinas. Pues se prepara en la máquina territorial, como límite vacío inocupado. Se forma en la máquina despótica como límite ocupado simbólicamente. Pero no se completa y no se efectúa más que convirtiéndose en el Edipo imaginario de la máquina capitalista. La máquina despótica conservaba las territorialidades primitivas y la máquina capitalista resucita el Urstaat como uno de los polos de su axiomática, convierte al déspota en una de sus imágenes. Por ello todo se amontona en el Edipo, todo se recobra en el Edipo que es el resultado de la historia universal, pero en el sentido singular en el que ya está el capitalismo. Esa es toda la serie: fetiches, ídolos, imágenes y simulacros: fetiches territoriales, ídolos o símbolos despóticos, todo es retomado por las imágenes del capitalismo que las empuja y las reduce al simulacro edípico. El representante del grupo local con Layo, la territorialidad con Yocasta, el déspota con el mismo Edipo: «pintura abigarrada de todo lo que nunca ha sido creído». No es sorprendente que Freud haya ido a buscar en Sófocles la imagen central del Edipo déspota, el mito convertido en tragedia, para hacerla radiar en dos direcciones opuestas, la dirección ritual primitiva de Tótem y tabú, la dirección privada del hombre moderno que sueña (Edipo puede ser un mito, una tragedia, un sueño: siempre expresa el desplazamiento del límite). Edipo no sería nada si la posición simbólica de un objeto de las alturas, en la máquina despótica, no hiciese posible, en primer lugar, las operaciones de plegado y de proyección o volcado que lo constituyeron en el campo moderno: la causa de la triangulación. De ahí la extrema importancia, pero también la indeterminación, la indecibilidad, de la tesis del más profundo innovador en el psicoanálisis, ésa que hace pasar el límite desplazado entre lo simbólico y lo imaginario, entre la castración simbólica y el Edipo imaginario. Pues la castración en el orden del significante despótico, como ley del déspota o efecto del objeto de las alturas, es en verdad la condición formal de las imágenes edípicas, que se desplegarán en el campo de inmanencia que la retirada del significante pone a descubierto. ¡Llego al deseo cuando llego a la castración...! La ecuación deseo-castración significa, sin duda, una operación prodigiosa que consiste en volver a colocar el deseo bajo la ley del déspota, introduciéndole en lo más profundo la carencia y salvándonos de Edipo mediante un fantástica regresión. Fantástica y genial regresión: era preciso hacerla, «nadie me ayudó», como dice Lacan, para así sacudir el yugo de Edipo y llevarlo al lugar de su autocrítica. Pero ocurre como en la historia de los guerrilleros que, queriendo destruir un poste, equilibraron tan bien las cargas de plástico que el poste saltó y volvió a caer en su agujero. De lo simbólico a lo imaginario, de la castración a Edipo, de la edad despótica al capitalismo, hay inversamente el progreso que hace que el objeto de las alturas, sobrevolando y sobrecodificando, se retire, de lugar a un campo social de inmanencia en el que los flujos descodificados producen imágenes, y las proyectan. De ahí los dos aspectos del significante, objeto trascendente e interceptado tomado en un máximo que distribuye la carencia y sistema inmanente de relaciones entre elementos mínimos que vienen a llenar el campo puesto a descubierto (algo así como, según la tradición, se pasa del Ser parmenidiano a los átomos de Demócrito).

Un objeto trascendente cada vez más espiritualizado para un campo de fuerzas cada vez más inmanente, cada vez más interiorizado: ésa es la evolución de la deuda infinita a través del catolicismo, luego la Reforma. La suma espiritualización del Estado despótico, la suma interiorización del campo capitalista definen la mala conciencia. Esta no es lo contrario del cinismo; es, en las personas privadas, el correlato del cinismo de las personas sociales. Todos los procedimientos cínicos de la mala conciencia, tal como Nietzsche, luego Lawrence y Miller, los han analizado para definir el hombre europeo de la civilización -el reino de las imágenes y la hipnosis, el torpor que propagan-, el odio contra la vida, contra todo lo que es libre, pasa y mana; la universal efusión del instinto de muerte -la depresión, la culpabilidad utilizada como medio de contagio, el beso del vampiro: ¿no tienes vergüenza de ser feliz? toma ejemplo de mí, no tesoltaré hasta que también digas «es culpa mía», ¡ay! innoble contagio de los depresivos, la neurosis como única enfermedad, que consiste en volver enfermos a los otros -la estructura permisiva; ¡que yo pueda engañar, robar, estrangular, matar! pero en nombre del orden social, y que papá y mamá estén orgullosos de mí -la doble dirección dada al resentimiento, vuelta contra uno mismo y proyección contra el otro: el padre está muerto, por mi culpa, ¿quién lo ha matado? ésa es tu culpa, es el judío, el árabe, el chino, todos los recursos del racismo y de la segregación -el abyecto deseo de ser amado el lloriqueo de no serlo bastante, de no ser «comprendido», al mismo tiempo que la reducción de la sexualidad al «sucio secretito», toda esta psicología del sacerdote -no hay uno solo de estos procedimientos que no halle en Edipo su tierra nutricia y su alimento. No hay uno solo de esos procedimientos que no sirva y no se desarrolle en el psicoanálisis: éste como nuevo avatar del «ideal ascético». Una vez más aún, no es el psicoanálisis el que inventa a Edipo: sólo le proporciona una última territorialidad, el diván, como una última ley, el analista déspota y recaudador de dinero. Pero la madre como simulacro de territorialidad y el padre como simulacro de ley despótica, con el yo cortado, escindido, castrado, son los productos del capitalismo en tanto que prepara una operación que no tiene equivalente en las otras formaciones sociales. En todo lugar, por otra parte, la posición familiar es tan sólo un estímulo para la catexis del campo social por el deseo: las imágenes familiares sólo funcionan abriéndose sobre imágenes sociales a las que se acoplan o se enfrentan en el curso de luchas y compromisos; de tal modo que lo cargado a través de los cortes y segmentos de familias son los cortes económicos, políticos, culturales del campo en el que están hundidos (cf. el esquizoanálisis ndembu). De ese modo se da incluso en las zonas periféricas del capitalismo, donde el esfuerzo realizado por el colonizador para edipizar al indígena, Edipo africano, se halla contradicho por la fragmentación de la familia según las líneas de explotación y de opresión sociales. Pero es en el centro fláccido del capitalismo, en las regiones burguesas templadas, que la colonia se vuelve íntima y privada, interior a cada una: entonces el flujo de catexis de deseo, que va del estímulo familiar a la organización (o desorganización) social, está en cierta manera recubierto por un reflujo que vuelca la catexis social en la catexis familiar como seudo-organizador. La familia se ha convertido en el lugar de retención y de resonancia de todas las determinaciones sociales. Pertenece a la catexis reaccionaria del campo capitalista aplicar todas las imágenes sociales a los simulacros de una familia restringida, de tal manera que, en todas partes, ya no se halla más que el padre-madre: esa podredumbre edípica adherida a nuestra piel. Sí, he deseado a mi madre y he querido matar a mi padre; un solo sujeto de enunciación, Edipo, para todos los enunciados capitalistas, y, entrambos, el corte de doblamiento, de proyección, la castración.

Gilles Deleuze y Felix Guattari: El antiedipo: capitalismo y esquizofrenia, Barral, Barcelona 1973, p. 270-278.