Deleuze-Guattari. El antiedipo: el deseo y la máquina deseante

Extractos de obras

Edipo restringido es la figura del triángulo papá-mamá-yo, la constelación familiar en persona. Sin embargo, cuando el psicoanálisis lo convierte en su dogma, no ignora la existencia de relaciones llamadas preedípicas en el niño, exoedípicas en el psicótico, paraedípicas en otros. La función de Edipo como dogma, o «complejo nuclear», es inseparable de un forcing mediante el cual el teórico psicoanalista se eleva a la concepción de un Edipo generalizado. Por una parte, tiene en cuenta, para cada sujeto de ambos sexos, una serie intensiva de pulsiones, afectos y relaciones que unen la forma normal y positiva del complejo con su forma inversa y negativa: Edipo de serie, tal como Freud lo presenta en El Yo y el Ello, que permite, cuando es necesario, vincular las fases preedípicas al complejo negativo. Por otra parte, tiene en cuenta la coexistencia en extensión de los propios sujetos y de sus interacciones múltiples: Edipo de grupo que reúne familiares colaterales, descendientes y ascendientes (es de este modo que la resistencia visible del esquizofrénico a la edipización, la ausencia evidente del vínculo edípico, puede ser ahogada en una constelación que incluye a los abuelos, ya porque se estime necesaria una acumulación de tres generaciones para hacer un psicótico, ya porque se descubra un mecanismo de intervención todavía más directo de los abuelos en la psicosis, formándose de este modo Edipos de Edipo al cuadrado: padre-madre es la neurosis, pero la abuelita es la psicosis). En una palabra, la distinción entre lo imaginario y lo simbólico permite extraer una estructura edípica como sistema de lugares y funciones que no se confunden con la figura variable de los que vienen a ocuparlos en determinada formación social o patológica: Edipo de estructura (3 1), que no se confunde con un triángulo aunque realiza todas las triangulaciones posibles al distribuir en un campo determinado el deseo, su objeto y la ley.

Es evidentemente cierto que los dos modos precedentes de generalización no encuentran su verdadero alcance más que en la interpretación estructural. La cual convierte a Edipo en una especie de símbolo católico universal, más allá de todas las modalidades imaginarias. Convierte a Edipo en un eje de referencia tanto para las fases preedípicas como para las variedades paraedípicas y los fenómenos exoedípicos: la noción de «repudio», por ejemplo, parece indicar una laguna propiamente estructural, a favor de la cual el esquizofrénico es naturalmente colocado de nuevo en el eje edípico, en la órbita edípica, en la perspectiva de las tres generaciones por ejemplo, en la que la madre no pudo plantear su deseo frente a su propio padre, ni el hijo, desde entonces, frente a la madre. Un discípulo de Lacan puede escribir: vamos a considerar «los sesgos por los que la organización edípica desempeña un papel en las psicosis; a continuación, cuáles son las formas de la pregenitalidad psicótica y cómo pueden mantener la referencia edípica». Nuestra crítica precedente de Edipo, por tanto, corre el riesgo de ser juzgada por completo superficial y mezquina, como si se aplicase tan sólo a un Edipo imaginario y se refiriese al papel desempeñado por las figuras parentales, sin mellar en nada la estructura y su orden de colocación y funciones simbólicas. Sin embargo, el problema para nosotros radica en saber si es allí donde se instala la diferencia. ¿La verdadera diferencia no estará entre Edipo, estructural tanto como imaginario, y algo distinto que todos los Edipos aplastan y reprimen: es decir, la producción deseante -las máquinas del deseo que ya no se dejan reducir ni a la estructura ni a las personas, y que constituyen lo Real en sí mismo, más allá o más acá tanto de lo simbólico como de lo imaginario? En modo alguno pretendemos reemprender una tentativa como la de Malinowski, que señalaba cómo varían las figuras según la forma social considerada. Nosotros incluso creemos en este Edipo que se nos presenta como una especie de invariante. No obstante, la cuestión es por completo otra: ¿existe adecuación entre las producciones del inconsciente y este invariante (entre las máquinas deseantes y la estructura edípica)? ¿O bien el invariante no expresa más que la historia de un largo error, a través de todas sus variaciones y modalidades, el esfuerzo de una interminable represión? Lo que ponemos en cuestión es la furiosa edipización a la que el psicoanálisis se entrega, práctica y teóricamente, con los recursos aunados de la imagen y la estructura. Pues a pesar de los hermosos- libros escritos por algunos discípulos de Lacan, nosotros nos preguntamos si el pensamiento de Lacan va precisamente en ese sentido. ¿Se trata tan sólo de edipizar incluso al esquizo? ¿O se trata de algo distinto, de lo contrario? ¿Esquizofrenizar, esquizofrenizar el campo del inconsciente, y también el campo social histórico, de forma que se haga saltar la picota de Edipo y se recobre en todo lugar la fuerza de las producciones deseantes y se reanuden en el mismo Real los lazos de la máquina analítica, del deseo y de la producción? Pues el propio inconsciente no es más estructural que personal, no simboliza ni imagina, ni representa: maquina, es maquínico. Ni imaginario ni simbólico, es lo Real en sí mismo, «lo real imposible» y su producción. [...]

Lo que Freud y los primeros analistas descubren es el campo de las síntesis libres en las que todo es posible, las conexiones sin fin, las disyunciones sin exclusividad, las conjunciones sin especificidad, los objetos parciales y los flujos. Las máquinas deseantes gruñen, zumban en el fondo del inconsciente, la inyección de Irma, el tic-tac del Hombre de los lobos, la máquina de toser de Anna, y también todos los aparatos explicativos montados por Freud, todas esas máquinas neurobiológicas-deseantes. Este descubrimiento del inconsciente productivo implica dos correlaciones: por una parte, la confrontación directa entre esta producción deseante y la producción social, entre las formaciones sintomatológicas y las formaciones colectivas, a la vez que su identidad de naturaleza y su diferencia de régimen; por otra parte, la represión general que la máquina social ejerce sobre las máquinas deseantes, y la relación de la represión con esa represión general. Todo esto se perderá, al menos se verá singularmente comprometido, con la instauración del Edipo soberano. La asociación libre, en vez de abrirse sobre las conexiones polívocas, se encierra en un callejón sin salida de univocidad. Todas las cadenas del inconsciente dependen bi-unívocamente, están linealizadas, colgadas de un significante despótico. Toda la producción deseante está aplastada, sometida a las exigencias de la representación, a los limitados juegos del representante y del representado en la representación. Y ahí radica lo esencial: la reproducción del deseo da lugar a una simple representación, en el proceso de la cura tanto como en la teoría. El inconsciente productivo da lugar a un inconsciente que sólo sabe expresarse -expresarse en el mito, en la tragedia, en el sueño. Pero, ¿quién nos dice que el sueño, la tragedia, el mito, están adecuados a las formaciones del inconsciente, incluso teniendo en cuenta el trabajo de transformación? Groddeck, más que Freud, permanecía fiel a una autoproducción del inconsciente en la coextensión del hombre y la naturaleza. Como si Freud hubiese hecho marcha atrás ante este mundo de producción salvaje y de deseo explosivo, y a cualquier precio quisiese poner en él un poco de orden, un orden ya clásico, del viejo teatro griego. Pues, ¿qué significa: Freud descubre a Edipo en su autoanálisis? ¿En su análisis o en su cultura clásica goethiana? En su autoanálisis descubre algo sobre lo que se dice: ¡toma, esto se parece a Edipo! Y este algo, en primer lugar lo considera como una variante de la «novela familiar», registro paranoico mediante el cual el deseo hace estallar, precisamente, las determinaciones de familia. Por el contrario, sólo poco a poco convierte la novela familiar en una simple dependencia de Edipo y lo neurotiza todo en el inconsciente al mismo tiempo que edipiza, que cierra el triángulo familiar sobre todo el inconsciente. El esquizo, he ahí al enemigo. La producción deseante es personalizada, o más bien personologizada, imaginarizada, estructuralizada (hemos visto que la verdadera diferencia o frontera no pasaba por entre estos términos, que tal vez son complementarios). La producción ya no es más que producción de fantasma, producción de expresión. El inconsciente deja de ser lo que es, una fábrica, un taller, para convertirse en un teatro, escena y puesta en escena. Y no en un teatro de vanguardia, que ya lo había en tiempos de Freud (Wedekind), sino en el teatro clásico, el orden clásico de la representación. El psicoanalista se convierte en el director de escena para un teatro privado -en lugar de ser el ingeniero o el mecánico que monta unidades de producción, que se enfrenta con agentes colectivos de producción y de antiproducción.

El psicoanálisis es como la revolución rusa, nunca sabemos cuando empezó a andar mal. Siempre es preciso remontarse más arriba. ¿Con los americanos? ¿con la primera Internacional? ¿con el Comité secreto? ¿con las primeras rupturas que señalan tanto renuncias de Freud como traiciones de los que rompen con él? ¿con el propio Freud, desde el descubrimiento de Edipo? Edipo es el viraje idealista. No obstante, no podemos decir que el psicoanálisis haya ignorado la producción deseante. Las nociones fundamentales de la economía del deseo, trabajo y catexis, mantienen su importancia, pero subordinadas a las formas de un inconsciente expresivo y no a las formaciones del inconsciente productivo. La naturaleza anedípica de la producción de deseo sigue presente, pero colocada en las coordenadas de Edipo que la traducen en «preedípica», «paraedípica», «cuasi-edípica», etc. Las máquinas deseantes siempre están ahí, pero no funcionan más que detrás del muro del gabinete. Detrás del muro o entre bastidores, éste es el lugar que el fantasma originario concede a las máquinas deseantes, cuando lo vuelca todo sobre la escena edípica. Sin embargo, no dejan de hacer un estrépito infernal. El propio psicoanalista no puede ignorarlo. De este modo su actitud más bien es de negación: todo eso es cierto, pero a pesar de todo está el papá-mamá. En el frontón del gabinete está escrito: deja tus máquinas deseantes en la puerta, abandona tus máquinas huérfanas y célibes, tu magnetofón y tu bici, entra y déjate edipizar. Todo surge ahí, empezando por el carácter inenarrable de la cura, su carácter interminable altamente contractual, flujo de palabras contra flujo de dinero. Entonces basta con lo que se llama un episodio psicótico: una chispa esquizofrénica, un día llevamos nuestro magnetófono al gabinete del analista, stop, intrusión de una máquina deseante, todo está invertido, hemos roto el contrato, no hemos sido fieles al gran principio de la exclusión del tercero, hemos introducido el tercero, la máquina deseante en persona. No obstante, cada psicoanalista debería saber que, bajo Edipo, a través de Edipo, detrás de Edipo, tiene que enfrentarse con las máquinas deseantes. Al principio los psicoanalistas no podían no tener conciencia del forcing realizado para introducir Edipo, para inyectarlo en todo el inconsciente. Luego Edipo se apropió de la producción deseante como si todas las fuerzas productivas del deseo emanasen de él. El psicoanálisis se convierte así en el perchero de Edipo, el gran agente de la antiproducción en el deseo. La misma historia que la del Capital y de su mundo encantado, milagroso (al principio también, decía Marx, los primeros capitalistas no podían no tener conciencia...).

Gilles Deleuze y Felix Guattari: El antiedipo: capitalismo y esquizofrenia, Barral, Barcelona 1973, p.57-62.