Bergson: los pseudoproblemas (lo posible y lo real (I))

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Extractos de obras

Digo que hay pseudoproblemas y que son éstos precisamente los problemas angustiosos de la metafísica. Los reduzco a dos. El uno engendró las teorías del ser, el otro las teorías del conocimiento.

El primero consiste en preguntarse por qué existe el ser, por qué algo o alguno existe. Poco importa la naturaleza de lo que es: ya digáis que es materia, o espíritu o una y otro, o que materia y espíritu no se bastan a sí mismos y necesitan una Causa trascendental; de cualquier manera, cuando consideramos existencias y causas y causas de estas causas, nos sentimos arrastrados en una carrera hasta el infinito. Si nos detenemos es para escapar al vértigo. Siempre se comprueba, o se cree comprobar, que la dificultad subsiste, que el problema está todavía planteado y que no será nunca resuelto. En efecto, no lo será nunca, pero no debería ser planteado. No se plantea, ciertamente, más que figurándose una nada que precedería al ser. Decimos: «podría no haber nada», y nos sorprendemos entonces de que haya algo o alguien, pero analizad esta frase: «podría no haber nada». Veréis que os las habéis con palabras, de ningún modo con ideas, y que «nada» no tiene aquí significación alguna. «Nada» es un término del lenguaje usual que no puede tener sentido más que si permanecemos sobre el terreno, propio del hombre, de la acción y de la fabricación. «Nada» designa la ausencia de lo que buscamos, de lo que deseamos, de lo que esperamos. Tendremos que su poner que el vacío es limitado, que tiene contornos, que es, pues, algo. Pero, en realidad, no hay vacío. No percibimos e incluso no concebimos más que lo lleno. Una cosa no desaparece sino a condición de que otra la reemplace. Supresión significa, por tanto, sustitución. Decimos «supresión» cuando no consideramos de la sustitución más que una de sus mitades, o mejor, de sus dos caras, la que nos interesa; señalamos así que nos place dirigir nuestra atención sobre el objeto que está partido y apartarla del que la reemplaza. Decimos también entonces que no hay ya nada, entendiendo por ello que lo que es no nos interesa, que nos interesamos en lo que ya no es o en lo que hubiera podido ser. La idea de ausencia, o de nada, se encuentra, pues, inseparablemente unida a la de supresión, real o eventual, y la de su presión no es ella misma otra cosa que un aspecto de la idea de sustitución.

Hay ahí maneras de pensar de las que usamos en la vida práctica; importa particularmente a nuestra actividad que nuestro pensamiento vaya en retraso con respecto a la realidad y que permanezca ligado, cuando lo crea preciso, a lo que era o a lo que podría ser, en lugar de quedar acaparado por lo que es. Pero cuando pasamos del dominio de la fabricación al de la creación, cuando nos preguntamos por qué hay ser, por qué algo o alguien, por qué el mundo o Dios existe y por qué no la nada; cuando planteamos, en fin, el más angustioso de los problemas metafísicos, aceptamos virtualmente un absurdo, porque si toda supresión es una sustitución, si la idea de una supresión no es más que la idea truncada de una sustitución, entonces hablar de una supresión de todo es plantear una sustitución que no seria ya una, es contradecirse a si mismo. O la idea de una supresión de todo tiene justamente tanta existencia como la de un cuadrado redondo -la existencia de un sonido, flatus vocis-, o bien, si representa algo, traduce un movimiento de la inteligencia que va de un objeto a otro, que prefiere el que acaba de dejar al que encuentra ante sí, y designa como «ausencia del primero» la presencia del segundo. Hemos puesto el todo; luego hemos hecho desaparecer, una a una, cada una de sus partes, sin consentir ver lo que la reemplazaba: por tanto, es la totalidad de las presencias, simplemente dispuestas en un nuevo orden, lo que tenemos delante cuando queremos totalizar las ausencias. En otros términos: esta pretendida representación del vacío absoluto resulta, en realidad, la de lo lleno universal en un espíritu que salta indefinidamente de una parte a otra, con la resolución de no considerar jamás otra cosa que el vacío de su insatisfacción en lugar de lo lleno de las cosas. Lo que equivale a decir que la idea de Nada, cuando no es la de una simple palabra, implica tanta materia como la de Todo y, además, una operación del pensamiento.

Otro tanto diría de la idea de desorden. ¿Por qué está ordenado el universo? ¿Cómo la regla se impone a lo irregular, la forma a la materia? ¿De dónde proviene que nuestro pensamiento se encuentre en las cosas? Este problema, que se ha convertido en los modernos en el problema del conocimiento, después de haber sido en los antiguos el problema del ser, ha nacido de una ilusión del mismo género. Se desvanece si se considera que la idea de desorden tiene un sentido definido en el dominio de la actividad humana o, como decimos, de la fabricación, pero no en el de la creación. El desorden es simplemente el orden que no buscamos. No podéis suprimir un orden, incluso por el pensamiento, sin hacer surgir otro. Si no hay finalidad o voluntad, es que hay mecanismo; si el mecanismo cede, lo es en provecho de la voluntad, del capricho, de la finalidad. Pero cuando esperáis uno de estos dos órdenes y encontráis otro, decís que hay desorden, formulando lo que es en términos delo que podría o debería ser y objetivando vuestro disgusto. Todo desorden comprende así dos cosas: fuera de nosotros, un orden; en nosotros, la representación de un orden diferente que es el único que nos interesa. Supresión significa, pues, también sustitución. Y la idea de una supresión de todo orden, es decir, de un desorden absoluto, encierra entonces una contradicción verdadera, puesto que consiste en no dejar más que una sola cara a la operación que, por hipótesis, comprendía dos. O la idea de desorden absoluto no representa otra cosa que una combinación de sonidos, flatus vocis, o, si responde a algo, traduce un movimiento del espíritu que salta del mecanismo a la finalidad, de la finalidad al mecanismo, y que, para señalar el lugar donde está, desea mejor indicar cada vez el punto donde no está. Así, pues, queriendo suprimir el orden, os dais dos o más. Lo que equivale a decir que la concepción de un orden que viene a sobreañadirse a una «ausencia de orden» implica un absurdo y que el problema se desvanece.

Las dos ilusiones que acabo de señalar no forman más que una. Consisten en creer que hay menos en la idea de lo vacío que en la de lo lleno, menos en el concepto de desorden que en el de orden. En realidad, hay más contenido intelectual en las ideas de desorden y de nada, cuando representan algo, que en las de orden y de existencia, porque implican varios órdenes, varias existencias, y, además, un juego del espíritu que juega inconscientemente con ellos.

Pues bien, encuentro la misma ilusión en el caso que nos ocupa. En el fondo de las doctrinas que desconocen la novedad radical de cada momento de la evolución hay muchos malentendidos, muchos errores Pero hay sobre todo la idea de que lo posible es menos que lo real y que, por esta razón, la posibilidad de las cosas precede a su existencia. Resultan así representables de antemano y podrían ser pensadas antes de ser realizadas Pero la verdad es lo inverso. Si damos de lado a los sistemas cerrados, sometidos a leyes puramente matemáticas, aislables, porque la duración no muerde sobre ellos; si consideramos el conjunto de la realidad concreta o simplemente el mundo de la vida, y con más razón el de la conciencia, encontramos que hay más, y no menos, en la posibilidad de cada uno de los estados sucesivos que ensu realidad. Porque lo posible no es más que lo real con un acto del espíritu que arroja la imagen en el pasado una vez que se ha producido. Pero esto es lo que nos impiden percibir nuestros hábitos intelectuales.

Pensamiento y movimiento: lo posible y lo real, en Obras escogidas, Aguilar, México 1963, p.1018-1022.

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