Aristóteles: las esferas celestes y los motores inmóviles

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Extractos de obras

Que hay un número de movimientos mayor que el de seres en movimiento es una cosa evidente hasta para aquellos mismos que apenas están iniciados en estas materias. En efecto, cada uno de los planetas tiene más de un movimiento, ¿pero cuál es el número de estos movimientos? Es lo que vamos a decir. Para ilustrar este punto, y para que se forme una idea precisa del número de que se trata, citaremos por de pronto las opiniones de algunos matemáticos, presentaremos nuestras propias observaciones, interrogaremos a los sistemas; y si hay alguna diferencia entre las opiniones de los hombres versados en esta ciencia y las que nosotros hemos adoptado, se deberán tener en cuenta unas y otras, y sólo fijarse en las que mejor resistan al examen.

Eudoxo explicaba el movimiento del Sol y de la Luna admitiendo tres esferas para cada uno de estos dos astros. La primera era la de las estrellas fijas; la segunda seguía el círculo que pasa por el medio del Zodíaco, y la tercera el que está inclinado a todo lo ancho del Zodíaco. El círculo que sigue la tercera esfera de la Luna está más inclinado que el de la tercera esfera del Sol. Colocaba el movimiento de cada uno de los planetas en cuatro esferas. La primera y la segunda eran las mismas que la primera y la segunda del Sol y de la Luna, porque la esfera de las estrellas fijas imprime el movimiento a todas las esferas, y la esfera que está colocada por bajo de ella, y cuyo movimiento sigue el círculo que pasa por medio del Zodíaco, es común a todos los astros. La tercera esfera de los planetas tenía sus polos en el círculo que pasa por medio del Zodíaco, y el movimiento de la cuarta seguía un círculo oblicuo al círculo medio de la tercera. La tercera esfera tenía polos particulares para cada planeta, pero los de Venus y de Mercurio eran los mismos.

La posición de las esferas, es decir, el orden de sus distancias respectivas, era en el sistema de Calipo el mismo que en el de Eudoxo. En cuanto al número de esferas, estos dos matemáticos están de acuerdo respecto a Júpiter y Saturno; pero Calipo creía que era preciso añadir otras dos esferas al Sol y dos a la Luna, si se quiere dar razón de estos fenómenos, y una a cada uno de los otros planetas.

Mas para que todas estas esferas juntas puedan dar razón de los fenómenos, es necesario que haya para cada uno de los planetas otras esferas en número igual, menos una, al número de las primeras, y que estas esferas giren en sentido inverso, y mantengan siempre un punto dado de la primera esfera en la misma posición relativamente al astro que está colocado por debajo. Sólo mediante esta condición se pueden explicar todos los fenómenos por el movimiento de los planetas.

Ahora bien, puesto que las esferas en que se mueven los astros son ocho de una parte y veinticinco de otra; puesto que de otro lado las únicas esferas que no exigen otros movimientos en sentido inverso son aquellas en las que se mueve el planeta que se encuentra colocado por debajo de todos los demás, habrá entonces para los dos primeros astros seis esferas que giran en sentido inverso, y dieciséis para los cuatro siguientes; y el número total de esferas, de las de movimiento directo y las de movimiento inverso, será de cincuenta y cinco. Pero si no se añaden al Sol y a la Luna los movimientos de que hemos hablado, no habrá en todo más que cuarenta y siete esferas.

Admitamos que es éste el número de las esferas. Habrá entonces un número igual de esencias y de principios inmóviles y sensibles. Así debe creerse racionalmente; pero que por precisión haya de admitirse, esto dejó a otros más hábiles el cuidado de demostrarlo.

Si no es posible que haya ningún movimiento cuyo fin no sea el movimiento de un astro; si, por otra parte, se debe creer que toda naturaleza, toda esencia no susceptible de modificaciones, y que existe en sí y por sí, es una causa final excelente, no puede haber otras naturalezas que éstas de que se trata, y el número que hemos determinado es necesariamente el de las esencias. Si hubiese otras esencias, producirían movimientos, porque serían causas finales de movimiento; pero es imposible que haya otros movimientos que los que hemos enumerado, lo cual es una consecuencia natural del número de los seres que están en movimiento. En efecto, si todo motor existe a causa del objeto en movimiento, y todo movimiento es el movimiento de un objeto movido, no puede tener lugar ningún movimiento que no tenga por fin más que el mismo u otro movimiento; los movimientos existen a causa de los astros. Supongamos que un movimiento tenga un movimiento por fin; éste entonces tendrá por fin otra cosa. Pero no se puede ir así hasta el infinito. El objeto de todo movimiento es, pues, uno de estos cuerpos divinos que se mueven en el cielo.

Es evidente, por lo demás, que no hay más que un solo cielo. Si hubiese muchos cielos como hay muchos hombres, el principio de cada uno de ellos sería uno bajo la relación de la forma, pero múltiple en cuanto al número. Todo lo que es múltiple numéricamente tiene materia, porque cuando se trata de muchos seres, no hay otra unidad ni otra identidad entre ellos que la noción sustancial, y así se tiene la noción del hombre en general; pero Sócrates es verdaderamente uno. En cuanto a la primera esencia, no tiene materia, porque es una entelequia. Luego, el primer motor, el inmóvil, es uno, formal y numéricamente; y lo que está en movimiento eterna y continuamente es único; luego, no hay más que un solo cielo.

Una tradición procedente de la más remota antigüedad, y transmitida a la posteridad bajo el velo de la fábula, nos dice que los astros son los dioses, y que la divinidad abraza toda la naturaleza; todo lo demás no es más que una relación fabulosa, imaginada para persuadir al vulgo y para el servicio de las leyes y de los intereses comunes. Así se da a los dioses la forma humana se les representa bajo la figura de ciertos animales, y se crean mil invenciones del mismo género que se relacionan con estas fábulas. Si de esta relación se separa el principio mismo, y sólo se considera esta idea: que todas las esencias primeras son dioses, entonces se verá que es ésta una tradición verdaderamente divina. Una explicación que no carece de verosimilitud es que las diversas artes y la filosofía fueron descubiertas muchas veces y muchas veces perdidas, lo cual es muy posible, y que estas creencias son, por decirlo así, despojos de la sabiduría antigua conservados hasta nuestro tiempo. Bajo estas reservas aceptamos las opiniones de nuestros padres y la tradición de las primeras edades.

Metafísica, 1073b, XII, 8. (Espasa Calpe, Madrid 13ª ed., 1990, p.315-319).