Althusser: autobiografía

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Extractos de obras

autobiografía

Dado que todo hombre que interviene mediante la acción -y por aquel entonces consideraba la intervención filosófica como una acción, en lo que no me equivocaba- interviene siempre en una coyuntura para modificar su curso, ¿en qué coyuntura filosófica me vi llevado pues a «intervenir»?

Sucedía en Francia, como siempre ignorante de todo lo que se hace más allá de sus fronteras. Y yo, ignorante total, tanto de Carnap, Russell, Frege, en consecuencia del positivismo lógico, como de Wittgenstein, y de la filosofía analítica inglesa. De Heidegger, sólo leí muy tardíamente la Carta a Jean Beaufret sobre el humanismo que no dejó influir mis tesis sobre el antihumanismo teórico de Marx. Me veía pues confrontado a lo que se leía en Francia, es decir Sartre, Merleau-Ponty, Bachelard e infinitamente más tarde Foucault, pero en especial Cavaillès y Canguilhem. Luego un poco de Husserl que nos transmitían tanto Desanti (marxista husserliano) como Tran Duc Thao, cuya tesis de licenciatura me deslumbraba. De Husserl, nunca leí más que las Meditaciones cartesianas y la Crisis.

Nunca he pensado como Sartre, por mil razones que explicaré un día, que el marxismo pudiera ser «la filosofía insuperable de nuestro tiempo», a causa de una buena razón que sigo conservando. Siempre he creído que Sartre, ese espíritu brillante, autor de prodigiosas «novelas filosóficas» como El ser y la nada y la Crítica de la razón dialéctica, no comprendió nunca nada de Hegel ni de Marx ni, claro está, de Freud. Veía en él, en el mejor de los casos, a uno de aquellos «filósofos de la historia» poscartesianos y poshegelianos que horrorizaban a Marx.

Ciertamente, sabía por qué vías Hegel y Marx habían sido introducidos en Francia: por Kojevenikov (Kojève), emigrado ruso encargado de altas responsabilidades en el ministerio de economía. Un día fui a verle en su despacho ministerial para invitarle a dar una conferencia en la École. Vino: era un hombre de cara y pelo negro lleno de picardías teóricas infantiles. Leí todo cuanto había escrito y muy pronto me convencí de que él -a quien todos, incluido Lacan, habían escuchado apasionadamente antes de la guerra- no había comprendido nada, estrictamente, ni de Hegel ni de Marx. [...]

No comprendí cómo, si no es por la total ignorancia francesa de Hegel, Kojève había podido fascinar hasta aquel punto a sus oyentes: Lacan, Bataille, Queneau y tantos otros. Por el contrario, concebí una estima infinita por el trabajo erudito y valeroso de un Hyppolite quien, en vez de interpretar a Hegel, se contentaba con darle la palabra en su admirable traducción de La fenomenología del espíritu.

He aquí, pues, en qué coyuntura filosófica me encontraba para deber «pensar». Redactaba, como ya he dicho, una tesis sobre Hegel [...]. Me di cuenta fácilmente de que los «hegelianos» franceses discípulos de Kojève no habían comprendido nada de Hegel. Para convencerse bastaba con leer al propio Hegel. Todos ellos se habían quedado con la lucha del amo y del esclavo y en el absurdo total de una «dialéctica de la Naturaleza». Incluso Bachelard, me di cuenta por la observación de la que he hablado anteriormente, no había comprendido nada. Por otra parte él no tenía a este respecto pretensión alguna: no había tenido tiempo de leerlo. Sobre Hegel, cuando menos en Francia, todo estaba por comprender y explicar.

Por el contrario Husserl había penetrado un poco entre nosotros, a través de Sartre y Merleau. Es sabida la célebre anécdota contada por Castor [Simone de Beauvoir]. Raymond Aron, el «gran amigo y compañero» de Sartre, había pasado de 1928 a 1929 un año de estudios en Berlín que le había instruido sobre el auge del nazismo, pero donde había digerido la pálida filosofía y la sociología alemanas subjetivistas de la historia. Aron vuelve a París y va a ver a Sartre y al Castor en su bistrot de guardia. Sartre está bebiendo un gran zumo de albaricoque. Y Aron que le dice: «Mi querido compañero, he encontrado en Alemania una filosofía que te hará comprender por qué estás sentado en este bistrot, y bebes un zumo de albaricoque, y por qué esto te gusta». Aquella filosofía, era la de Husserl, naturalmente, cuyo antepredicativo podía dar cuenta de todo, comprendido el zumo de albaricoque. Parece que Sartre se quedó estupefacto y se puso a devorar a Husserl, y después el primer Heidegger. Ya se puede ver lo que pasó en su obra: una apología subjetivista y cartesiana del sujeto de la existencia contra el objeto de la esencia, la primacía de la existencia sobre la esencia, etc. Pero poco que ver con la inspiración profunda de Husserl, ni de Heidegger, quien muy pronto tomaría sus distancias con relación a Sartre. Era más bien una teoría cartesiana del cogito en el campo de una fenomenología generalizada y por tanto totalmente deformada. Merleau, filósofo de una profundidad muy distinta, sería por contra más fiel a Husserl, en especial cuando descubrió las obras del final, en especial Experiencia y juicio, [...].

Merleau, a diferencia de Sartre, este novelista filosófico a la manera de Voltaire pero con intransigencia personal a la manera de Rousseau, era verdaderamente un gran filósofo, el último en Francia antes del gigante que es Derrida, pero no era en absoluto esclarecedor ni sobre Hegel ni sobre Marx. [...]

Por esta razón no tuve en filosofía, como escribí en el prólogo de La revolución teórica de Marx, ningún auténtico maestro a excepción de Thao, que nos dejó muy pronto para volver a Vietnam y finalmente pudrirse allí en trabajos de barrendero y en la enfermedad, sin medicamentos.

El porvenir es largo, Ediciones Destino, Barcelona 1992, p. 235-241.