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Si bien la teoría de la evolución explica el desarrollo y la formación de las diversas especies vivas sobre la tierra, presupone la previa existencia de la vida, lo que conduce inevitablemente a preguntarse por el concepto mismo de qué es la vida, y al problema de su origen o problema de la biogénesis. La integración de una teoría sobre la biogénesis en el seno de una teoría evolutiva haría de ésta una vasta teoría relativa al proceso de transformación de la materia desde el origen del universo; proceso que integraría, pues, tanto la evolución de la materia inorgánica, como la de la materia orgánica. De esta manera, mientras las teorías evolutivas remiten al problema del origen de la vida, la biogénesis remite a las teorías cosmológicas relativas al origen del universo.

El problema del origen de la vida se ha planteado desde diversas perspectivas, que, obviamente, en sus inicios, fueron especialmente de tipo mítico y religioso, pero que, ya desde la aparición de la filosofía, intentaron evitar recurrir necesariamente al mito, lo que preparó el terreno para explicaciones de orden científico (ver textos sobre el origen del hombre).

Dentro del contexto mítico religioso, se concebía el problema de la biogénesis como una extrapolación de la experiencia del origen de la vida individual: nacimiento, desarrollo y muerte y, por ello, se buscaba, como en la vida del individuo, un progenitor, identificado generalmente con Dios. En la tradición más extendida en occidente -la concepción dominante durante siglos, ligada a las creencias religiosas de matriz judeo-cristiana-, se concebía el origen de la vida como un acto de creación divina, creación que podía entenderse como hecha de una vez por todas, o como una creación más o menos continua, lo que explicaba la generación espontánea. No obstante, esta última creencia (generalmente aceptada en el siglo XVIII e, incluso, en el siglo XIX), también podía explicarse a partir de un modelo mecanicista o reduccionista (fruto de la organización misma de la materia a partir de causas estrictamente naturales), sin necesidad de apelar a una creación. En la filosofía antigua, Demócrito podría representar la corriente materialista, que explicaba la generación espontánea como el fruto de la reunión al azar de determinados átomos capaces de engendrar la vida, sin necesidad de sustentar la intervención de los dioses ni de ningún mecanismo teleológico. También Lucrecio proclamaba que «dondequiera que la materia inmensa encuentre un espacio que la contenga, no habrá dificultad ninguna para su desarrollo, y hará nacer la vida bajo formas variadas».

Aristóteles

En cambio, la teoría hilemórfica de Aristóteles sustentaba la necesidad de la intervención de un principio formal estructurante de la materia, y se hacía eco de las concepciones que atribuían al alma la existencia de la vida. En el caso de los seres vivos, este principio formal era, según Aristóteles, las diversas almas: vegetativa, sensitiva e intelectiva. Debido a la gran influencia de este autor y a la preponderancia del pensamiento religioso, las concepciones vitalistas y animistas fueron las más extendidas durante siglos. Pero, en siglo XVII, a partir de la obra de Galileo y, especialmente, de Descartes, se concibió la posibilidad de entender los fenómenos vitales como reducibles a leyes mecánicas (lo que para los cartesianos, seguidores de una concepción dualista entre mente y materia, no era aplicable al caso del ser humano). El modelo del animal-máquina (que La Mettrie extendió al hombre en su hombre-máquina) daba el primer empuje a concepciones no estrictamente animistas. No obstante, la constatación de la complejidad de los organismos vivos (Malpighi) ponía en entredicho este fácil reduccionismo mecanicista. Por ello, en el siglo XVIII hubo un renacimiento de concepciones organicistas, vitalistas y animistas (Stahl), revitalizadas por la Naturphilosophie y la filosofía de Schelling. La aparición de la teoría celular, en cambio, revitalizó las concepciones reduccionistas (que explicaban los fenómenos vitales a partir de las reacciones físico-químicas) frente a las de corte más vitalista. Así, durante todo el siglo XIX la pugna entre mecanicismo y reduccionismo, por una parte, y vitalismo y emergentismo, de otra, fueron constantes.

Charles Darwin

En este contexto de pugna tuvo lugar la aparición y desarrollo del darwinismo o teoría evolucionista de Darwin. Pero si la teoría de la evolución, a pesar de sus muchas lagunas, daba explicaciones suficientemente satisfactorias para la aparición de las especies, la elaboración de una teoría científica sobre el origen de la vida no se desarrolló hasta bien entrado el siglo XX. No obstante, ya en el siglo XIX un hecho fundamental fue la síntesis de materia orgánica a partir de materia inorgánica (concretamente la síntesis de la urea), que abrió la posibilidad de explicar por causas puramente naturales el origen de la vida, ya que se demostraba la posible continuidad entre materia inorgánica y orgánica.

Así, podemos señalar que desde finales del siglo XIX las diversas concepciones para explicar el origen de la vida eran fundamentalmente las siguientes:

1) Las que le atribuían un origen divino: hipótesis religiosas compatibles tanto con el creacionismo como con otras modalidades de creencia religiosa, y compatibles también con la creencia en la generación espontánea, ya que ésta podía incluirse dentro de los planes de la divinidad. (En este contexto cabría situar la concepción biogenética de Teilhard de Chardin).

2) Las que atribuían a la vida un origen eterno. Evidentemente, aquí el término «origen» no tiene sentido, ya que si hay origen debe haber novedad y comienzo temporal. Aquello que es instantáneo o eterno no puede, pues, tener origen Así, si se declara la vida como eterna desaparece el problema del origen de la vida.

3) Las que la atribuían a la generación espontánea, que eran compatibles tanto con las doctrinas biogenéticas de origen divino, como con las doctrinas independientes de toda intervención sobrenatural (como en el mencionado caso de Demócrito, por ejemplo).

4) Las que le atribuyen un origen en una creación no divina: hipótesis del azar creador.

5) Las que incluyen el origen de la vida dentro de un vasto proceso evolutivo que iría desde los componentes últimos de la materia hasta la vida. De este modo, se daría una cierta continuidad entre ambos polos.

Actualmente, a partir de J.B.S.Haldane, Oparin, Melvin Calvin, H.Urey, Stanley Miller, y otros relevantes científicos, se da prioridad al enfoque evolucionista de la vida, englobando el problema de la biogénesis dentro de una vasta teoría evolutiva que iría desde el Big Bang hasta el ser humano y sus producciones culturales. A partir de los autores mencionados se ha considerado que la vida puede surgir como un fenómeno de autoorganización de la materia en unas determinadas condiciones prebióticas (es decir, previas a la aparición de la vida). Por otra parte, los estudios contemporáneos sobre sistemas alejados del equilibrio (Prigogine) han señalado la posibilidad de fenómenos de autoorganización en la cuales, a partir de un caos se genera espontáneamente un orden. El descubrimiento de la existencia de materia orgánica fuera de la Tierra, particularmente en algunos cometas, ha engendrado, por una parte, la hipótesis de un origen extraterrestre de la vida (panspermia), y, por otra parte, ha corroborado la posibilidad de la aparición de materia orgánica altamente organizada (aminoácidos, por ejemplo), en condiciones prebióticas en la misma Tierra, por lo que la aparición de materia orgánica como los aminoácidos que forman el ADN -molécula fundamental de la vida tal como la conocemos-, se muestra como un proceso plenamente natural. Recientemente se ha considerado, a partir del análisis de un meteorito de origen marciano, la posibilidad de la existencia de vida en Marte o, al menos, de la existencia pasada de fenómenos vitales en dicho planeta, lo que vendría a ser la primera evidencia científica, en el caso de comprobarse dicha hipótesis, de existencia de vida extraterrestre.

Concepciones eternalistas de la vida e hipótesis de la panspermia

Las concepciones eternalistas de la vida defendidas a finales del siglo XIX y comienzos del XX, surgieron principalmente para oponerse a las corrientes vitalistas. Precisamente, por afirmar que la vida era una propiedad de la materia, la consideraban eterna como ésta. Pero está claro que, declarar eterno el «origen» de la vida, es un contrasentido puesto que, por la misma definición de eternidad, nada eterno puede tener origen. Por ello, la declaración de eternidad de la vida, supone eliminar el problema de la biogénesis más que afrontarlo. Ya Engels se había opuesto a esta concepción, al declarar en Dialéctica de la naturaleza que un materialismo consecuente no podía afirmar le eternidad de la vida.

Pero más atención merece la teoría de la panspermia o teoría del origen extraterrestre de la vida. Ya, en la antigüedad, Anaxágoras había declarado que la vida está originada por un conjunto de «gérmenes etéreos» y es que, de la misma manera que observamos que la vegetación puede invadir las islas surgidas por movimientos volcánicos, como producto de la fecundación de las lavas estériles por esporas transportadas por el viento, se creyó también en la posibilidad de que tal fenómeno afectase al conjunto de la tierra. El planeta habría podido ser sembrado por ciertos gérmenes venidos de otros mundos y la concepción de la existencia de vida en otros mundos fue bastante extendida, no sólo en la antigüedad, sino también durante el Renacimiento. Giordano Bruno, por ejemplo, proclamaba que «existen innumerables soles e innumerables tierras que giran alrededor del Sol, de la misma manera como nuestros siete planetas giran alrededor de nuestro Sol. Hay seres vivos habitando estos mundos».

Dentro de esta concepción se puede distinguir entre la litopanspermia y la radiopanspermia. Según la primera hipótesis, basada en el descubrimiento de compuestos de carbono en meteoritos, los gérmenes primitivos que habrían venido de otros mundos habrían sido transportados por cometas o por meteoritos. La radiopanspermia, defendida a finales del siglo XIX y principios del siglo XX por el biólogo y físico sueco Svan Arrhenius (El devenir de los mundos, 1907), sostiene que estos «gérmenes» o «esporas» iniciales fueron transportados a la tierra (y lo son todavía) por la radiación cósmica.

En la actualidad algunos científicos notables, como el premio Nobel F. Crick (codescubridor junto con Watson de la estructura molecular del ADN), o el astrofísico F. Hoyle, también señalan como posible el origen extraterrestre de la vida sobre la tierra. En cualquier caso, las diversas formas de panspermia, o teoría de la «fecundación» de la tierra, sitúan el origen de la vida sobre la tierra en otros mundos, pero no explican el origen de la vida, solamente desplazan el problema hacia un nuevo interrogante: ¿cuál es el origen de la vida en otras partes del universo?. Los intentos de respuesta de esta cuestión han dado lugar a la exobiología, entendida como ciencia que estudia los orígenes y evolución de la vida en el universo. Dicha ciencia (cuyo nombre se debe al biólogo y premio Nobel Joshua Lederberg) ocupa un lugar importante en las actuales investigaciones espaciales. No obstante, debe distinguirse entre la panspermia propiamente dicha (origen extraterrestre de la vida) de la concepción de la aportación, por parte de cometas o meteoritos carbonatados (condritos) de componentes de carbono útiles o incluso necesarios para la aparición de la vida en la tierra. En este caso no se afirma que la vida provenga del espacio, sino que de él proceden los compuestos carbonados necesarios para la evolución química que daría lugar a la vida.

Concepciones del origen de la vida basadas en la generación espontánea

La idea de que la vida pueda deberse a una generación espontánea había sido expuesta ya por Demócrito, quien la consideraba, como todo cuanto existe, como el fruto de la unión al azar de átomos en el vacío. De la unión de determinados átomos, especialmente sutiles, surgiría la vida. Pero esta tesis materialista no fue aceptada en la antigüedad, ya que prevaleció la concepción de tipo vitalista y animista que se reforzó con la filosofía aristotélica. No obstante, se siguió creyendo (hasta bien entrado el siglo XIX) que determinados seres vivos, tales como los hongos, los gusanos, la mayoría de los insectos, e incluso las ratas y ratones, en determinadas condiciones, podían surgir espontáneamente de la materia, especialmente si ésta se hallaba en estado de descomposición o putrefacción. Esta generación espontánea podía ser interpretada como fruto de una intervención continuada de la obra creadora de Dios, o bien, desde una perspectiva más naturalista, como el fruto de unas propiedades inherentes a determinados materiales inertes (especialmente los sucios o putrefactos).

Pero ya desde el siglo XVII algunos naturalistas (Francesco Redi o Leeuwenhoeck, por ejemplo) redujeron la creencia en la generación espontánea a algunos pocos casos, como los infusorios, descubiertos gracias al microscopio, que eran de los pocos seres vivos considerados todavía como fruto de la generación espontánea. También se defendía desde determinadas corrientes de la filosofía (Schelling, por ejemplo, y su discípulo Oken). Pero en 1862 Pasteur asestó un golpe definitivo a esta teoría. Desde entonces, fue totalmente abandonada. Ya nadie podía creer que pudiese surgir la vida de la mera materia sin más. Pero esto tuvo como consecuencia el crecimiento de las concepciones de corte vitalista, teleológico y animista. Por ello E. Haeckel declaró que «negar la generación espontánea significa aceptar un milagro: la creación divina de la vida. O la vida aparece espontáneamente sobre la base de ciertas leyes particulares, o bien ha sido producida por fuerzas sobrenaturales». Ahora bien, esta declaración de Haeckel daba un significado distinto a la generación espontánea: una cosa es afirmar que los organismos surgen espontáneamente de la materia, y otra es afirmar que la vida como tal tiene su origen en las propiedades fisicoquímicas de la materia. Siguiendo esta noción de generación espontánea formulada por Haeckel se formuló la llamada hipótesis del azar creador, consistente en suponer la formación de un ser vivo a partir de materiales amorfos en determinadas condiciones, al modo de la cristalización espontánea de la glicerina (E. Desguin). Esta tesis del azar creador convierte la vida en un fenómeno altamente improbable.

Desde una perspectiva contraria a las tesis vitalistas, surgió la posibilidad, desechada ya la generación espontánea en el sentido clásico, de considerar desde una nueva óptica el origen de la vida a partir de la materia. Un paso decisivo en este sentido fue la síntesis de la urea a partir de compuestos inorgánicos. Por primera vez, se probaba la posibilidad de que la materia orgánica pudiese ser sintetizada a partir de la inorgánica. Ello, junto con el surgimiento del darwinismo y la concepciones evolucionistas, posibilitaron la aparición de la concepción evolucionista de la vida.

El origen de la vida concebido como un proceso evolutivo

Esta concepción surgió en el siglo XIX al considerar, contra las teoría vitalistas, pero, también, contra el mecanicismo clásico del siglo XVII, que los seres vivos se basan en los mismos procesos físicos y químicos que toda la materia, lo que también se hacía extensivo al origen del hombre. No obstante, el problema principal era el de definir qué se debe entender por «vida». En base a las dificultades de definir esta noción, una gran corriente del pensamiento declaró que el problema del origen de la vida era irresoluble y permanecería siempre en el terreno de la metafísica. Pero, a pesar de ello, ya desde principios del siglo XX se dieron los pasos fundamentales para la elaboración de hipótesis científicas acerca del origen de la vida. En 1924 el ruso A.I. Oparin y, en 1928, el investigador inglés J.B.S. Haldane crearon las bases teóricas para que, posteriormente, en 1952 M. Calvin y, especialmente, en 1953 S.L, Miller pudieran experimentar en base a las hipótesis de los autores anteriormente mencionados. En los años 1960, los investigadores Oró, Fox y Ponnanperuma prosiguieron estos experimentos que demostraban la posibilidad de la síntesis de aminoácidos y otras moléculas complejas dentro de una evolución abiótica.

El químico suizo Albert Eschenmoser y su equipo investigan actualmente la posibilidad de una estructura intermedia entre el ARN (molécula duplicativa, pero extremadamente frágil) y las proteínas (no duplicativas) que sería, según ellos, el tipo de macromolécula primordial. Para el químico británico Cairns-Schmith, el origen de la vida terrestre estaría en sistemas de vida cristalina y basada en materiales inorgánicos que, posteriormente, desembocarían en la vida orgánica, mientras que el químico alemán Günther Wächterhäuser sostiene que los primeros sistemas capaces de autoreplicarse estaban constituidos por granos de pirita envueltos en materia orgánica, con lo que se acerca a la tesis de Cairns-Smith, pero se basa en los tipos de vida descubiertos en profundas fosas marinas alrededor de fuentes cálidas surgidas en chimeneas volcánicas submarinas, pobladas de bacterias que viven de quimiosíntesis de materiales sulfurados.

En general, y a partir de las teorías que han extendido la noción de evolución al mundo inorgánico, se sostiene el modelo siguiente sobre el origen de la vida:


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