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Lejos de ser una sujeción que se soporta y una sumisión pasiva, es una libre adhesión al designio de Dios todavía encerrado en el misterio, pero propuesto por la palabra de la fe, que permite por tanto al hombre hacer de su vida un servicio de Dios y entrar en su gozo. El valor cristiano de la obediencia es especialmente destacado por la descripción que hace san Pablo de la muerte de Cristo, como el acto de obediencia al Padre contrastando con la desobediencia de Adán, fruto de su negativa a creer en la palabra divina. Así, Jesucristo es la única ley del cristiano y esta ley comprende también la obediencia a las autoridades humanas legítimas. Pero como el cristiano no obedece nunca sino para servir a Dios es capaz, si es preciso, de enfrentarse con una orden injusta y obedecer a Dios más que a los hombres. La obediencia se hace realidad en la destrucción del egoísmo, tanto oculto como patente, en la entrega a lo grandioso y en cuidar valientemente de que lo grandioso no se limite a ser un ideal o una teoría.