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Tanto Mesías, calco del hebreo y del arameo, como Cristo, transcrito del griego, significan “ungido”. Esta apelación vino a ser en la época apostólica el nombre propio de Jesús y se ha apropiado el contenido de los otros títulos reivindicados por él. Subraya el nexo que enlazaba a su persona con la esperanza milenaria del pueblo judío, centrada en la espera del Mesías, hijo de David. En el Antiguo Testamento la palabra ungido se aplica a todos aquellos sacerdotes, profetas o reyes a los que Dios ha comunicado algo de su poder y de su autoridad simbolizada por el rito de la unción. Pero se aplica por excelencia a David y a su linaje de los que se espera que restauren la obra de edificación del pueblo de Dios. Será el Nuevo Testamento el que aporte toda la riqueza de sentido a la palabra. Salvo en Jn 4, 25s Jesús nunca se da a sí mismo el título de Mesías. Se deja llamar hijo de David pero prohíbe que declaren que él es el Mesías (Lc 4, 41) poniendo su empeño en purificar la concepción mesiánica de sus discípulos. Será en el interrogatorio ante el sanedrín cuando el sumo sacerdote le intima que diga si es el Mesías. Sin rechazar el título, lo interpreta de un modo distinto: es el Hijo del hombre destinado a sentarse a la derecha de Dios (Mt 26, 63s). Es una confesión que hace en el momento de la pasión y que conlleva su condenación. Sólo después de su resurrección los discípulos podrán comprender lo que implica exactamente el título de Mesías: a la luz de la pascua la Iglesia naciente atribuye a Jesús este título de Mesías Cristo despojado de todo equívoco. Quieren mostrar a los judíos que Cristo, objeto de su esperanza, ha venido en la persona de Jesús subrayando la continuidad de las dos alianzas viendo en la segunda la realización de la primera.