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El castillo de Königsberg y la casa de Kant

La fundamentación kantiana de la moral, o la filosofía moral de Kant que, igual que su teoría del conocimiento, se fundamenta en elementos a priori. Quiere esto decir que, en el terreno de lo práctico, la ley moral se fundamenta en el sujeto, igual como, en el terreno de lo teórico, el conocimiento surge de las condiciones que impone el sujeto. Si la justificación del conocimiento se debe a un examen, o crítica, de la razón pura, la justificación de la moralidad se logra mediante una crítica de la razón práctica. Kant expone su ética fundamentalmente en la Crítica de la razón práctica (1788), pero la inicia en Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785). La ética, o la moralidad, tal como Kant la entiende, ha de ser formal y a priori; sólo una ética así puede ser universal y digna del hombre y sólo ella responde debidamente a la segunda de las preguntas cruciales: «¿Qué debo hacer?»

1. Fundamentación de la metafísica de las costumbres

Se divide esta obra en tres secciones. En la primera de ellas, trata Kant del paso de las ideas comunes de moralidad a las ideas filosóficas sobre moralidad. Todo el mundo tiene ideas acerca de la moralidad; de lo que se trata es de analizar filosóficamente el fundamento de la misma. El bien, desde Aristóteles es la noción central de la ética, y Kant parte de la afirmación de que la única cosa que merece absolutamente la denominación de «bueno» es la «voluntad buena» (ver texto ). La voluntad buena no se define precisamente como la simple intención de obrar bien, sino como un querer puesto en práctica, como voluntad misma en cuanto es capaz de actuar determinada por la razón. Si el fin propio de la vida humana hubiera sido la obtención de la felicidad, nada más inapropiado que la razón para conseguirla; la determinación del instinto hubiera sido mejor medio e instrumento. La felicidad es más bien un concepto empírico y la razón no logra precisarlo de un modo universal y necesario. De aquí que no sea, propiamente, con vistas a la felicidad por lo que está dotado el hombre de razón y voluntad, esto es, de racionalidad práctica, sino para ser digno de ella (ver texto ).

La voluntad será buena cuando lleve a una acción hecha por deber. No es buena por el fin que pretende, o por el bien que consigue; lo es en sí misma, porque quiere que lo que hace sea conforme al deber, cosa que logra cuando actúa por respeto a la ley moral (ver texto ).Actuar por respeto a la ley, que Kant denomina «representación de la ley en sí misma», es lo que hace absolutamente buena a la voluntad y lo que da valor moral a la acción. Este concepto del deber como valor moral en sí mismo no puede sino fundarse en la misma naturaleza humana, cosa que Kant demuestra en la segunda sección titulada «Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres».

La moralidad así entendida -obrar por deber- ha de valer para todos los hombres, para todos los seres racionales en general (universalidad) , y ha de valer de un modo necesario (necesidad): ha de tener, por tanto, una fundamentación a priori en la misma razón. El único concepto de deberque puede basarse en la sola razón es el que se presenta bajo la forma de imperativo (ver texto ). Porque el hombre es razonable, actúa según los motivos objetivos que el entendimiento propone a la voluntad, pero sucede, además, que la voluntad posee sus propios motivos subjetivos; sin embargo, el hombre racional acepta que el entendimiento constriña a la voluntad a someterse a su mandato. Tres son los tipos de mandatos, o imperativos, que pueden imponerse a la voluntad: los técnicos, esto es, aquellos que son reglas necesarias para llevar a cabo una habilidad (quien quiera ser rico ha de ahorrar); los pragmáticos, como son los consejos de la prudencia (quien quiera conservar la salud debe vigilar su dieta; quien considere que su fin último es el placer, que calcule bien el disfrute de placeres) y, finalmente, los morales, aquellos que hacen que algo sea necesariamente bueno. Las dos primeras clases son imperativos hipotéticos, puesto que sólo existen si alguien se decide a obtener los objetivos que procuran (si quiero un fin he de poner en práctica los medios adecuados), mientras que los últimos obligan incondicionalmente: son categóricos y prescriben la moralidad a modo de juicios sintéticos a priori; a priori, porque no dependen ni de la experiencia ni de las propias intenciones, y sintéticos porque representan algo más que la misma voluntad. Actúan como principios a priori constitutivos de moralidad: no porque algo sea bueno se impone a la voluntad, sino porque la voluntad se impone algo a sí misma esto que se impone es necesariamente bueno. Y así son los imperativos categóricos, cuya formulación primera es la siguiente:

Obra sólo según aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley universal (ver texto ).

La «máxima»se refiere a los principios subjetivos de la voluntad, a sus propios móviles que, de no existir el imperativo categórico impuesto por la razón, se impondrían a la voluntad. Si se tiene en cuenta que la idea que tenemos de la naturaleza es que se trata de nuestra experiencia explicada por leyes universales, el ámbito de la moral regida también por leyes universales categóricas puede ser considerado también como una segunda naturaleza. Por lo que el imperativo categórico podría formularse de una segunda manera:

Obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse, por tu voluntad, en ley universal de la naturaleza (ver texto ).

Esta formulación del deber excluye cualquier finalidad relacionada con principios subjetivos (condicionados) de la voluntad, porque supone que no hay que buscar más que una finalidad absoluta; ahora bien, sólo el ser racional es fin en sí mismo (ver texto  ).De aquí que el imperativo categórico pueda formularse también así:

Obra de tal modo que te relaciones con la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca sólo como un medio.

La idea de un ser racional que es fin en sí mismo fundamenta la idea de autonomía moral. Pues no se actúa moralmente sino en conformidad con uno mismo, esto es, el hecho de tener como imperativo categórico el respeto a la misma humanidad como fin en sí misma nos constituye a la vez en legisladores universales; por eso, la moralidad puede llamarse también reino de los fines.«Reino», o sea, sociedad de seres racionales sometidos a las mismas leyes; «de fines», es decir, sociedad en la que los miembros son seres racionales autónomos; en este reino, los miembros, como soberanos legisladores, se dan la ley a sí mismos (ver texto )y la moralidad consiste, una vez más, en actuar de acuerdo con una ley que haga posible un «reino de los fines». Según esto, el imperativo categórico puede ahora formularse de la siguiente manera:

Obra siguiendo las máximas de un miembro legislador universal en un posible reino de fines (ver texto ).

De este modo el ser racional puede otorgarse a sí mismo una ley que no es la de la naturalezay en esto estriba su grandeza y su dignidad. Y en esto consiste también la autonomía de la voluntad, que radica, según Kant, en actuar por principios que puedan convertirse en leyes universales.

La conclusión de la explicación de Kant lleva a aclarar el principio: sólo una buena voluntad es algo incondicionalmente bueno. Y así, la voluntad es buena porque se impone a sí misma la única ley que puede compartir todo ser racional: la de actuar de acuerdo con el imperativo categórico que no es más que una forma de querer, una forma, sin un contenido moral concreto.

El fundamento de este imperativo categórico sólo lo puede analizar una crítica de la razón pura (práctica). De esto trata Kant en la sección tercera: «Ultimo paso de la metafísica de las costumbres a la crítica de la razón pura práctica». Se trata del análisis de la razón práctica, de la voluntad, como causa libre.

Las ideasde esta última sección coinciden con las ideas fundamentales de la Crítica de la razón práctica.

2. Crítica de la razón práctica

A diferenciadel método que sigue Kant en la Fundamentación, en la Crítica de la razón práctica no procede desde la experiencia moral hasta la fundamentación de la moralidad en la razón humana, sino que, partiendo del análisis de la razón pura, intenta hallar el fundamento de la moralidad. De la misma manera que en la Crítica de la razón pura expone el fundamento a priori del conocer, en la Crítica de la razón práctica expone Kant el fundamento a priori de la acción moral.

Se divide esta Crítica también en dos partes: una doctrina de los elementos y una doctrina del método; la primera parte se divide, a su vez, en «Analítica» y «Dialéctica». El objetivo es mostrar que la razón pura es práctica -que la racionalidad tiene un aspecto práctico o moral- y que obliga a la voluntad a autodeterminarse.

El análisis de los principios por los que se determina la voluntad distingue entre máximas, principios subjetivos de la acción, o motivos para actuar sólo válidos para quien actúa (como, por ejemplo, cuando uno adopta el principio de vengarse de todas las ofensas que recibe), y leyes o principios objetivos, válidos para todo ser racional. Unos y otros son principios prácticos, esto es, mueven a actuar a la voluntad. Pero los primeros son empíricos, nacen del egoísmo o tienden a la propia felicidad, mientras que una ley moral se piensa como necesaria y universal, por lo que sólo un principio práctico formal, y no uno que tenga en cuenta objetos y contenidos, puede considerarse como ley práctica por la que deba conducirse todo ser racional (ver texto  ).

Ahora bien: sólo si la voluntad se determina a sí misma, es decir, sólo si es libre, puede decidirse a obrar por un principio formal. Y viceversa: sólo si la voluntad se determina por un principio formal puede ser libre. Es libre aquella voluntad que no se determina por algo que pertenece al mundo fenoménico, que tiene sus leyes necesarias, como lo son los motivos de tipo sensible y, por la misma razón, sólo si el principio del obrar es formal puede ser la voluntad libre. Libertad y ley moral se condicionan una a otra, de modo que la libertad es el primer objeto inteligible, o cosa en sí, que nos manifiesta el análisis de la obligación moral, así como la moralidad es lo primero que nos hace patente la libertad (ver texto ).

Esta ley moral existe en el interior del hombre: es el imperativo categórico y lo percibimos como un «hecho de la razón». O lo que es lo mismo, el análisis de la razón nos lleva a considerarla como fuente de la moralidad, porque la razón es en sí misma práctica, es decir, moral. Su análisis muestra que percibimos en ella el «hecho» moral, que somos libres y que tanto la moralidad como la libertad coinciden con la autonomía del individuo: propiedad de la voluntad que se da la ley a sí misma. Así, mediante el análisis de la razón -la analítica- sabemos que el hombre pertenece al mundo fenoménico, de las leyes causales necesarias, y también al mundo nouménico, de las cosas en sí, el mundo inteligible de los seres libres que son, ellos mismos, el origen último de sus acciones (ver texto ).

La moralidad no aporta, sin embargo, ningún conocimiento de tipo teórico. Sin contradecir lo establecido por la Crítica de la razón pura, la Crítica de la razón práctica afirma la existencia de la libertad o de un sujeto moral libre y autónomo; afirma su existencia, pero no ofrece de ello una demostración teórica.

Establecido el principio práctico que rige en la razón pura (que somos libres y que nos damos a nosotros mismos la ley moral), trata Kant -en orden inverso al observado en la Crítica de la razón pura-, de los conceptos de la razón práctica («Analítica de los conceptos»), es decir, de los conceptos que hay que aplicar a aquello que es objeto de la razón práctica, a lo que es moral.

Los objetos de la razón práctica son el Bien y el Mal. Estos dos conceptos deben definirse de acuerdo con el principio ya definido de la moralidad; por lo mismo, algo es bueno o malo, no porque es percibido (o después de haberlo percibido) como moralmente obligatorio, sino debido a que la voluntad se lo impone tras percibir cuál es su deber moral teniendo en cuenta el imperativo categórico (ver texto ). No lo hicieron así los antiguos ni lo hace tampoco la mayoría de moralistas, que ponen el bien y el mal como objetivos o fines de la voluntad y que, por lo mismo, no fundamentan más que una moralidad heterónoma y a posteriori. Propiamente, «bien » y «mal» son conceptos a priori, pero que no se aplican a objetos conocidos (como pasa con las categorías del entendimiento), sino que son «efectos» de una única categoría práctica, la causalidad libre, la libertad, que hace que las acciones humanas sean, por autodeterminación, buenas o malas.

Ahora bien, ¿cómo la libertad humana convierte en buena o mala una acción, que pertenece al mundo fenoménico, es decir, cómo puede algo concreto pasar a ser necesaria y universalmente bueno o malo moralmente? Para saber que algo empírico puede ser objeto moral, o para saber cómo hemos de juzgar de un hecho concreto, ha de haber un «vínculo» intermedio entre la ley moral y el mundo natural: este vínculo (el equivalente del esquematismo en la razón teórica) no puede ser otro que el procedimiento de imaginar una ley moral «como si» fuera una «ley de la naturaleza» (ver texto ).

Kant insiste en que la moralidad de una acción reside en la autonomía de la voluntad: la voluntad que se determina a obrar por respeto a la ley. Todo otro motivo queda excluido; en especial, se excluye cualquier otro sentimiento que no sea el respeto a la ley, que es el único sentimiento moral admisible. Efectos inmediatos de la ley moral son, en sentido negativo, la «humillación» o sometimiento del hombre a la ley y no a las inclinaciones de la voluntad y, en sentido positivo, el «respeto» por la ley moral. Este sentimiento es el único móvil o motivo de la acción moral, constitutivo a la vez de la misma moralidad. Hacer algo por respeto a la ley significa que la acción humana, precisamente para ser moral, debe ser no sólo objetivamente conforme a la ley, sino también subjetivamente: hecha para respetar la ley: Si no fuera así, la conducta humana podría ser conforme a la legalidad, pero no conforme a la moralidad (ver texto ).

Al final de la Analítica, trata Kant de nuevo del tema de la «libertad», en cuanto ésta precisamente hace posible la existencia de la moralidad a priori. La libertad, en efecto, puede definirse como la «independencia de la voluntad de toda otra ley que no sea la ley moral». Kant distingue entre «libertad psicológica» y «libertad trascendental». La primera se refiere a una concatenación de motivos psicológicos que ocurren en el tiempo y que determinan la decisión de la voluntad, por lo que ésta puede considerarse como un aspecto, o parte, del proceso necesario de las leyes naturales. Al hombre que se ajusta a las leyes psicológicas de la motivación le consideramos, pese a todo, (psicológicamente) libre; y esta libertad psicológica, que propiamente es un aspecto de la necesidad natural, le incumbe al hombre como parte del mundo fenoménico que es. La voluntad trascendental, en cambio, es el origen y fundamento de la moralidad y es pensada como independiente de toda motivación empírica y de toda concatenación causal natural; ésta es la libertad que compete al hombre como ser perteneciente al mundo inteligible. Sólo ésta merece propiamente el nombre de libertad, porque la libertad psicológica es en realidad compatible con -es lo mismo que- la necesidad natural. La aparente contradicción que presenta el hecho de que el hombre sea a la vez libre en sí mismo y sometido a la ley natural, «respecto de la misma acción en el mismo momento», se disuelve cuando se le considera miembro de dos mundos: del mundo fenoménico, del cual depende cuando realiza algo que se sitúa en el tiempo, y del mundo nouménico, donde es un sujeto que ejerce su causalidad libre respecto de todo aquello que realiza en el tiempo (ver texto ).

A la Analítica, sigue una «Dialéctica de la razón práctica». Igual como sucedía en la Crítica de la razón pura, también en el ámbito práctico la razón pura experimenta su ilusión inevitable y necesaria; también ahora busca su incondicionado y también ahora cae en la antinomia de la razón práctica (ver antinomias kantianas). Lo prácticamente incondicionado recibe el nombre de «bien supremo». Aunque la razón humana no puede tener otro motivo de su acción que la moralidad, no por eso renuncia al bien al que toda voluntad debe tender; el bien incondicionado, el bien supremo a que tiende una persona no es otro que la «virtud y la felicidad conjuntamente», la suma de moralidad y felicidad. No podemos concebir la virtud sin la felicidad, y viceversa y, además, la razón práctica nos impulsa hacia este bien supremo, o a unir una cosa con otra. Ahora bien, o la felicidad es el móvil de la moralidad, o la moralidad es la causa de la felicidad. Lo primero no es posible, porque el único móvil de la voluntad ha de ser la moralidad; tampoco es posible lo segundo, porque no basta ser virtuoso para ser feliz, cuanto más que la felicidad, que pertenece al mundo fenoménico, se rige por leyes naturales y la virtud por leyes morales. El incondicionado a que tiende la razón práctica, por tanto, la búsqueda del bien supremo a la que nos lleva la misma moralidad parece una empresa ilusoria: es la «antinomia de la razón práctica» (ver texto ). La antinomia se resuelve, como acaba de pasar con el problema de la libertad humana, recordando la doble pertenencia del hombre al mundo inteligible y al mundo fenoménico. En el mundo de la naturaleza la virtud no siempre lleva a la felicidad, pero sí en el mundo inteligible. La resolución, por tanto, requiere la posibilidad de la inmortalidad del hombre y la existencia de una causa que sea la garantía de esta misma posibilidad.

La moralidad tiene, por consiguiente, sus condiciones necesarias: sus postulados de la razón práctica, libertad, inmortalidad del alma y existencia de Dios. La completa identidad entre la actuación moral y la felicidad sólo puede alcanzarla el hombre existiendo, no como ser sensible, sino sólo como inteligible (como persona o espìritu) y en una situación de infinitud; tal situación corresponde a la inmortalidad (ver texto ).Así se asegura la posibilidad del primer elemento del bien supremo, la moralidad o la virtud. Para asegurar la posibilidad del segundo elemento, esto es, de la felicidad, ha de suponerse la existencia de una causa capaz de otorgar esta felicidad: es decir, de una causa suprema de la naturaleza, dotada de entendimiento y voluntad, Dios (ver texto ).Sólo esta causa suprema hace posible que la felicidad se identifique con la moralidad.

La moralidad coloca al hombre en el umbral de la religión. Lleva a ella, pero no es su objetivo, porque no es la felicidad a lo que debe tender el hombre moral, sino a la racionalidad. La religión, a su vez, hace que la moralidad alimente, en el terreno práctico, la esperanza (ver texto ).