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(del latín identitas, derivado de idem, lo mismo)
El tipo de unidad o de relación de igualdad que se atribuye a lo que es idéntico a sí mismo. En expresión de Aristóteles es una «especie de unidad de ser», o sea, una manera de ser «uno». Como relación que es, la identidad supone dos términos; en aquella cosa de la que decimos que es idéntica consigo misma, sólo puede establecerse una relación si de alguna manera percibimos una diferencia o si la pensamos bajo diversos conceptos. Cuando hablamos de la identidad, o hablamos de cosas que sólo son específicamente o cualitativamente idénticas -propiamente, iguales por lo menos en algún aspecto, o que en algún aspecto conforman cierta unidad-, y por lo mismo son numéricamente distintas, o bien hablamos exactamente de la misma cosa, es decir, de algo numéricamente idéntico, pero pensado bajo aspectos distintos. Por todo ello, la identidad sólo cobra sentido cuando se afirma como negación de alguna diferencia previamente percibida. La identidad de A=A no es más que una pura tautología y una afirmación trivial, a menos que A presente alguna diferencia, bajo algún aspecto, en alguno de los dos términos enunciados. Por eso mismo, el problema de sentido que plantea la identidad se entiende mejor si se formula como un problema de identidad y diferencia. La trivialidad, no obstante, que encierra el principio de identidad es una ley general del pensamiento.
El sentido, no obstante, de este principio fundamental, sin el que nada podría pensarse, se experimenta y capta en la conciencia que el ser humano tiene de sí mismo, en la conciencia de la identidad personal, por la que el sujeto se comprende como un sí mismo permanente a través de todos los cambios y una singularidad individual, que le distingue de cualquier otra cosa, exterior o interior, incluidos los propios estados internos, mentales o psíquicos.
Los primeros problemas filosóficos sobre la identidad fueron formulados por los filósofos presocráticos que plantearon la cuestión de la realidad del cambio en la naturaleza: un mundo que cambia no es comprensible sino desde la permanencia de algo que no cambia. Parménides aplica a rajatabla el principio de identidad (A=A), y niega cualquier razonabilidad al cambio: una cosa no puede ser y dejar de ser, y lo que no es no puede llegar a ser. Platón inicia la comprensión, tanto del cambio como de la relación de identidad, como una presencia simultánea de «lo mismo y lo otro»(ver texto). Los binomios aristotélicos de materia y forma y acto y potencia son otras tantas maneras de explicar la combinación de lo idéntico con lo diferente. Los problemas iniciales sobre realidad y apariencia -otra versión del cambio- son la primera consecuencia del problema de la identidad. Más tarde, la cuestión se traslada a la identidad y a la diversidad de los conceptos con que pensamos, o a la cuestión de lo uno y lo múltiple, o de lo universal y lo particular, tanto en el terreno epistemológico como en el ontológico: a muchas cosas se les aplica un mismo concepto; ahora bien, las cosas son unidades concretas y distintas, mientras que es problemático el tipo de unidad -o de realidad- que hay que atribuir al concepto; unidad o realidad que, por otra parte, el pensamiento y el lenguaje de alguna manera suponen. La cuestión de los universales representa la manera como históricamente se ha intentado dar solución a este problema.
Hacia el s. XVII, la cuestión de la identidad se renueva con nuevos enfoques: la aparición del sujeto que piensa y que recibe las impresiones sensibles a través de los sentidos, que unifica, por tanto, la experiencia y la conciencia de la experiencia, obliga a preguntarse si la identidad que se atribuye a los objetos de la experiencia y aun a la misma conciencia que percibe puede afirmarse más allá de la temporalidad de los distintos estados de conciencia. Se plantea, así, el problema de la identidad personal, al que el empirismo de Hume da una respuesta profundamente escéptica (ver texto 1 y texto 2). Por la misma época Leibniz hacía del principio de identidad, junto con el de no contradicción («A es A y no puede ser no A»), el fundamento de su sistema filosófico y punto de partida, a su vez, de las verdades de razón o de los enunciados analíticos, y del principio de razón suficiente y del de la identidad de los indiscernibles, el fundamento de las verdades de hecho. La aparición del idealismo alemán representa la versión más desarrollada y acentuada de la filosofía de la identidad, extendiendo el problema a toda la realidad, unificando naturaleza y espíritu, conciencia y objeto; la verdadera identidad es, en Hegel, la identidad de lo idéntico con lo no idéntico (lo mediado). La crítica marxista al idealismo -que la identidad domina sobre la diferencia-pondrá de relieve que la excesiva importancia dada a la identidad resulta siempre en detrimento de la diferencia, o de lo negativo o de lo contradictorio, que viene a ser la realidad concreta, convirtiéndose en una manera falsa de interpretarla, y así la «identidad es la forma originaria de ideología» (ver texto). Finalmente, algunos estudios contemporáneos de semántica y lógica, como los de G. Frege sobre sentido y referenciay la teoría de las descripciones de B. Russell, tienen su origen en algunas de las cuestiones lógicas y lingüísticas que plantea el problema de la identidad (ver texto).
Bibliografía sobre el concepto
- Béjar, H., Identidades inciertas: Zygmunt Bauman. Herder, Barcelona, 2009.
- Bodei, Remo, Imaginar otras vidas. Realidades, proyectos y deseos. Herder, Barcelona, 2014.
- Gadamer, H.G., ¿Quién soy yo y quién eres tú? Comentario a «Cristal de aliento» de Paul Celan. Herder, Barcelona, 1999.
- Esquirol, J.M., Uno mismo y los otros. De las experiencias existenciales a la interculturalidad. Herder, Barcelona, 2009.