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Antigua creencia pseudocientífica que pretende deducir el temperamento, el carácter y las formas de pensar y sentir de una persona a partir de su apariencia visible, sus características somáticas, sus gestos y, en particular, de los rasgos del rostro.

Aristóteles ya había señalado la posibilidad de juzgar la naturaleza de una cosa por sus relaciones con su forma corpórea (Primeros analíticos, II, 70b), y se le atribuye un tratado titulado Physiognomica, del cual provendría el nombre de esta disciplina que, con toda probabilidad, arranca de épocas anteriores, pues al parecer los pitagóricos ya habían efectuado estudios en este sentido. Aristóteles sustenta la posibilidad de establecer una relación entre el carácter y los rasgos faciales porque piensa que se da una interacción muy estrecha entre el cuerpo y el alma, tanto en el hombre como en los animales. En la antigüedad defendieron esta tesis autores como Fedón de Elis, Cicerón, Plinio, Sexto Empírico y Séneca, entre otros. En la época medieval se ocupan de ella algunos filósofos árabes, como Avicena y Averroes.

En el Renacimiento, y dentro del contexto de una filosofía muy marcada por el pensamiento mágico y organicista, que defendía una correspondencia entre el macrocosmos y el microcosmos, la fisiognómica volvió a adquirir un renovado interés. Destacó la obra de Gianbattista della Porta, De humana physiognomia, (1580), y sus célebres dibujos que comparaban cabezas de animales con rostros humanos característicos y, por analogía, infería semejanzas entre las disposiciones naturales de las personas y los correspondientes animales. Con la aparición de la ciencia moderna, la fisiognomía empezó a ser despreciada al considerarse que carecía de rigor. Sin embargo, a partir de finales del s. XVIII volvió a ser cultivada y se le intentó dar una base científica. Lavater (1741-1801) y sus famosas siluetas de rostros característicos, o las observaciones de von Archenholz (1743-1812), dieron un nuevo impulso a esta disciplina. Kant la adoptó y la definió como «el arte de juzgar por los rasgos visibles de una persona o, en consecuencia, por lo exterior, acerca de su interior; ya se trate de su índole sensible o de la moral» (ver referencia), y la divide en: fisiognómica general, fisiognómica de los rasgos faciales y fisiognómica de los gestos. También Hegel la alabó al considerar que señalaba la unidad de lo externo y lo interno (Fenomenología del espíritu, I, cap. IV).

En el ámbito de las ciencias biológicas y médicas, la fisiognomía fue defendida por Charles Bell en su Ensayo sobre la anatomía de la expresión (1806), por Burgess en La fisiología del rubor (1839) y por Michel Duchene en su Mecanismos de la fisiognomía humana (1862), obras que ejercieron gran influencia en Darwin, quien la defendió en La expresión de las emociones en los animales y en el hombre (1872). En dicha obra Darwin, que también se basaba en tesis defendidas por H. Spencer, intentó una explicación evolutiva de los rasgos faciales, así como de la función de ciertos mecanismos musculares. La tesis que defendía es que existen grupos de músculos asociados a emociones, actividades y estados de humor, cuyo uso modifica los rasgos de la cara, dando lugar a expresiones generalizadas de temor, de angustia, de satisfacción, de asombro, etc. que pueden ofrecer algunos indicios sobre el carácter.

A partir de principios del s.XX, la fisiognomía ha sido prácticamente absorbida por la caracterología, como la de Gaston Berger, René Le Senne y, especialmente, las de Kretsmer o Sheldon, y también ha sido utilizada en teorías psicológicas generales, como la de Klages, o teorías filosóficas sobre la evolución de la naturaleza, como la de Spengler, que la considera como la morfología no sólo de lo orgánico, sino también de la historia y, en general, «de todo lo que lleva en sí dirección y sentido».


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