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Del griego diakonos (servidor), es el nombre que se le da al portador de un ministerio que se le ha conferido mediante una consagración sacramental, al que de manera especial se le han confiado las obras de caridad de acuerdo con el evangelio y que la Iglesia ha de llevar a cabo. Está asociado al obispo y tiene funciones caritativas y administrativas. En las Iglesias más antiguas y en las primitivas entraban dentro de las tareas del diácono: el servicio en la celebración eucarística, con la lectura del evangelio, y la distribución de la comunión, sobre todo a los ausentes, la catequesis, la dirección de la caritas eclesiástica y la administración de los bienes de la iglesia e incluso la predicación. En la alta edad media desapareció el cargo de diácono como autónomo y se convirtió en un mero escalón de tránsito al sacerdocio. Tras el CVII, el diaconado ha experimentado una importancia nueva: Ya no es un grado provisional en el camino hacia el sacerdocio sino que como diaconado permanente representa un grado jerárquico propio. Se confiere por la imposición de manos y la oración y es una realidad sacramental. Sin embargo, no puede presidir la celebración eucarística ni administrar el sacramento de la penitencia. La cuestión de si las mujeres –como en los primeros siglos de la iglesia- pueden recibir el ministerio del diaconado se ha resuelto en principio de manera negativa por el CIC (canon 1024), pese a lo cual se replantea una y otra vez.