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Este término proviene de la palabra griega daimonion la cual designaba, según la creencia popular y los poetas que creaban a partir de la misma, a los dioses y semidioses, que con su poder sobrehumano y a menudo cruel influyen en el destino del hombre. Las concepciones de la Antigüedad sobre los demonios se derivan, sobre todo, del universo conceptual iranio-persa y sumerio. En el Antiguo Testamento a los demonios se les asigna una función de modesto rango. En el judaísmo tardío se describen de manera concreta las figuras demoníacas con su jerarquía y su origen en la caída de los ángeles. Estas ideas se introducen en el Nuevo Testamento pero puestas al servicio de la historia de la salvación. Para Jesús, los demonios son espíritus impuros, causantes de posesiones y enfermedades, que se resisten a la venida del reino de Dios. Así, el Concilio Lateranense IV afirma que el diablo y los demás demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero que ellos, por sí mismos, se hicieron malos. En este sentido, podría aceptarse que este término hace referencia a los poderes del mundo que repulsan a Dios aunque tras la victoria de Cristo sobre el pecado, los demonios han sido despojados de cualquier poder.