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(del griego δημιουργός, de démos, pueblo y érgon, trabajo: creador, artífice) Término que en el griego antiguo se aplicaba al trabajador o artesano en general, al que hace los trabajos en el pueblo, y que Platón aplica en el Timeo, al artífice del universo, al dios ordenador de mundo, que propiamente no crea, sino que, como hacían los dioses de las cosmogonías, impone el orden a partir del caos. El artífice o el obrero no crea los materiales con que obra, sino que los dispone para un buen fin; del mismo modo, el demiurgo platónico no crea de la nada, sino que dispone de un material preexistente, la materia y el receptáculo, y con ellos él, «la más perfecta y mejor de las causas», construye el universo a semejanza de las ideas (paradeígma); por esto el universo ha de ser forzosamente bello y bueno (ver texto ).


Existe, pues, al principio, el «modelo» (las ideas) y la «copia del modelo». El primero es el «ser eterno que no nace jamás», y el segundo el ser «que nace y muere, pero no existe jamás realmente». Éste comprende el «receptáculo» -«la madre y receptáculo de todo lo que nace y es generado»-, el espacio o el conjunto de la materia informe, y los elementos materiales (tierra, aire, fuego y agua) en forma de cualidades susceptibles de transformarse unas en otras.


El demiurgo da forma geométrica a las cualidades primarias (la de los sólidos regulares), que se transforman en los elementos primarios del universo, según la tradición presocrática, que arranca sobre todo de Empédocles. De éstos proceden las sustancias que constituyen el mundo que vemos, que el demiurgo ha conformado según los modelos de todas las cosas. Al mundo así constituido el artífice le impone un alma; pues todo lo vivo ha de tener un principio de vida. El alma del mundo se compone de la mezcla de lo que es propio del mundo de las ideas y de lo que es propio del mundo copia de las ideas: de «identidad» (lo mismo) y «diferencia» (lo otro) y de la mezcla de ambas (ver lo mismo y lo otro), por lo que se compone de tres sustancias. Finalmente, para que la copia sea lo más semejante posible a la realidad, fabrica también el demiurgo una copia de la eternidad: el tiempo, «imagen eterna que progresa según la serie de los números».


El concepto de demiurgo no es en Platón más que un artificio mitológico con el que personifica la inteligibilidad del universo. La imagen, muy difundida en la literatura poética, apenas ha tenido -neoplatónicos aparte- eco filosófico en unos pocos filósofos: J.S. Mill, por ejemplo, llama demiurgo a Dios por el hecho de que su poder está limitado por la materia de aquello que crea.

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