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En la medida en que la noción de salvaje se opone a la de civilizado, el hombre salvaje sería el carente de toda civilización. En este sentido, la antropología cultural decimonónica clasificaba como salvajes todos los individuos pertenecientes a culturas consideradas (desde una perspectiva etnocéntrica) como rudimentarias. De hecho, en la tradición marcada por las creencias religiosas, el ser salvaje era concebido como prácticamente desposeído de toda dignidad, ya que, al concebir al hombre como creado por Dios, su estado de salvajismo era considerado como una degeneración fundamentalmente debida a la promiscuidad y la degradación moral. En ello se apoyaban muchos de los defensores de la esclavitud y de la colonización, considerada como una obra civilizatoria, aun cuando generalmente comportaba la explotación de los salvajes y la imposición a éstos de criterios culturales ajenos en beneficio de los colonizadores. Desde perspectivas de corte racista se consideraba, también, que el atraso cultural de los pueblos salvajes era una muestra inequívoca de su poco desarrollo racial. Pero la noción del relativismo cultural elaborada por la moderna antropología ha demostrado el carácter etnocéntrico de estas clasificaciones, y la ambigua noción de raza se ha demostrado inaplicable para comprender los distintos estadios de desarrollo de las diferentes culturas.


No obstante, el concepto de hombre salvaje entendido como buen salvaje no se refiere tanto al ser humano primitivo, en el sentido de la clasificación en etapas evolutivas de la humanidad (como la efectuada por Morgan en salvajismo, barbarie y civilización), sino que se refiere fundamentalmente a una situación ideal caracterizada por habitar en el, también ideal, estado de naturaleza. El calificativo de bueno aplicado a salvaje ya indica que esta acepción se separa de la calificación de salvaje sin más. Por ello es preciso distinguir entre estas dos acepciones distintas. En este segundo sentido, el hombre salvaje aparece más bien como el depositario de un ideal de pureza primitiva (en el sentido de primigenia); como un hombre sin mediaciones o puramente natural, no el mero bárbaro, que, en cierta forma, aparece como una perversión del buen salvaje;

como revalorización secularizada del mito del Paraíso terrestre.Esta concepción primitivista aparece ya en la edad antigua (en el mito de la Edad de Oro, por ejemplo), pero se desarrolla especialmente en las concepciones naturalistas modernas de los siglos XVII y XVIII, ligada a la noción de estado de naturaleza, que aunque tiene también precedentes en Herodoto, en Séneca y en Lucrecio, será desarrollada por los teóricos del pacto social: Hobbes, Locke y, especialmente, Rousseau.

El estado de naturaleza que contemplaban las teorías del contrato social no eran más que hipótesis meramente especulativas, nunca históricamente cumplidas (y carentes de toda referencia empírica o de datos etnogáficos reales), para analizar qué aportaba al hombre el hecho de vivir en sociedad. De hecho la concepción de un estado de naturaleza provenía de la misma teología, aunque se interpretaba de diferente manera según los autores. Así, Hobbes, insistiendo en el estigma del pecado original, tendía a considerar al hombre como malo por naturaleza. En cambio, Rousseau consideraba que todos los males tienen su origen no en la naturaleza, sino en una organización social que pervierte la inocencia primigenia. En realidad, tanto en un caso como en otro, la caracterización que se hacía del hombre salvaje se efectuaba por vía negativa: desposeyendo al hombre de todas sus mediaciones, aunque el presupuesto admitido era el de creer en una determinada naturaleza humana. Lo que quedaba, el hombre en pleno estado natural, era interpretado desde perspectivas distintas. De estas, la que originó el mito del buen salvaje fue, principalmente la de Rousseau. A su vez, el objeto de dichas especulaciones era el de aislar los caracteres de la pretendida naturaleza humana y, a la vez, poner en evidencia las mediaciones sociales a criticar para crear las bases fundamentadoras de una sociedad humana más justa.


J. J. Rousseau

La descripción del hombre en estado natural que hace Rousseau en el Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres, contribuyó a la difusión de la idea del «buen salvaje» que vive de forma feliz en la naturaleza. Dicha imagen primitivista idílica había sido preparada por los relatos de exploradores y viajeros que describían, con más fantasía que fidelidad a los hechos, la vida de pueblos lejanos y exóticos en tierras de generosa abundancia natural. No obstante, en Rousseau hay dos descripciones de hombres naturales. En el Discurso sobre la desigualdad se refiere al hombre primitivo que, aunque no está pervertido por el mal social, vive en un estado lamentable y no deseable. En este sentido, Rousseau no propone una vuelta a la naturaleza entendida como una regresión. Por ello, en el Emilio lo distingue del mero ideal: en este caso aparece como una abstracción y como una hipótesis para recalcar el carácter corruptor de los vicios sociales.

Este mito del buen salvaje tendría también su traducción literaria en el personaje de Tarzán, quien, viviendo en la selva, cuidado por una manada de chimpancés, habría hecho valer su condición humana para adueñarse de su entorno, aunque de manera respetuosa, puesto que no conocería los vicios de origen social, tales como la envidia, la mentira, la hipocresía o la mezquindad. (De hecho, en la novela original de Edgar Rice Burroughs (1875-1950), aparecida en 1912, Tarzán hace valer no sólo su naturaleza humana, sino también el pertenecer, por sangre a la nobleza, lo que revela el carácter aristocratizante, e incluso racista de dicha obra. Al mismo tiempo también manifiesta el doble carácter del calificativo salvaje: aplicado a Tarzán, adquiere connotaciones positivas -no en vano era hijo de nobles de raza blanca-, mientras que aplicado a los aborígenes, adquiere connotaciones peyorativas).

Históricamente se han dado casos reales de «niños salvajes», de entre los que el más famoso es el caso del niño salvaje de Aveyron, Víctor, a quien el doctor Itard, discípulo de los enciclopedistas y de Condillac, intentó educar de una forma sistemática desde 1801 a 1807. La existencia de estos casos de «niños salvajes» (o «niños lobo») suponía, desde un punto de vista teórico, la posibilidad de estudiar la génesis y desarrollo de las facultades humanas, y, desde un punto de vista práctico, suministraban la posibilidad de realizar un experimento «prohibido» y conseguir una base empírica acerca de las tesis sobre la naturaleza del hombre, del lenguaje y del conocimiento. En el caso de Víctor (llevado al cine por François Truffaut), parecían confirmarse las tesis que señalaban el carácter fundamentalmente social del ser humano, por encima de su bagaje meramente genético. Los niños salvajes no adquirían las estructuras lingüísticas aunque sí que adquirían el uso de un cierto repertorio de símbolos. Todo ello parecía, pues, señalar la existencia de límites infranqueables para la plena adquisición del lenguaje y de procesos cognoscitivos, así como señalaban también una cierta desconexión con partes de su propio cuerpo, a la vez que se manifestaban reacciones distintas ante estímulos táctiles: Víctor no tenía las sensaciones de frío o calor propias de los humanos socializados. Durante los años 1960-1970 se estudió otro caso de niño salvaje, en concreto, el de la niña Jenny, en Los Ángeles (EE.UU.), que parecía abrir nuevas perspectivas para el estudio de los procesos de adquisición del lenguaje. De hecho Jenny no llegó a hablar, pero el número de símbolos que podía manejar era bastante amplio, e incluso llegó a adquirir un pequeño vocabulario y logró formar algunos rudimentos de frases. Pero las deficiencias en la metodología aplicada en el estudio de este caso no llegaron a poner a prueba la tesis según la cual, si bien es cierto que nacemos con una predisposición genética para la adquisición del lenguaje, hay un tiempo límite para su desarrollo, de manera que, franqueado este límite, se vuelve imposible el desarrollo de las estructuras lingüísticas y cognoscitivas.



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