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Cuestión ética, relativamente reciente, acerca de la licitud o ilicitud de determinadas prácticas de los humanos con los animales, como la experimentación, la vivisección, las pruebas de laboratorio, las corridas de toros, etc. Aparte de las referencias a textos lejanos de la Biblia que, aparentemente, prescriben un tratamiento peculiar de los animales en determinados casos y prohíben comer muchos de ellos -frente, no obstante, a la concesión inicial y dominante de Yahvéh de que el hombre domine sobre el resto de los animales (ver cita)-, así como de fragmentos de presocráticos, de Pitágoras (ver cita) y Empédocles, sobre todo, que rechazan el mal trato dado a animales, la postura tradicional occidental se caracteriza no sólo por un maltrato generalizado y usual, con frecuencia bárbaro, dado a la especie animal (desde los circos romanos hasta la actual experimentación con animales en laboratorio, pasando por un sinfín de comportamientos humanos causantes de sufrimiento animal), sino especialmente por la convicción de que el hombre es de alguna manera «espíritu» o mente, mientras que el animal es «simple materia», o de que el hombre ocupa, sin más, una posición de privilegio con relación al animal. Así, a título de ejemplo, Descartes y el racionalismo en general establecen una distinción neta y radical de naturaleza, y no meramente de grado, entre el hombre que, por su alma, es sustancia pensante y el animal que, por ser sólo materia, es sustancia extensa, dotada de movimiento, esto es, una simple máquina (ver cita). Estas y otras posturas intelectuales similares no son sino muestras destacadas, aunque puntuales, del antropocentrismo cultural y ético, propio de la tradición judeo-cristiana, y también islámica, dominante a lo largo de los siglos en occidente, diametralmente opuestas a expresiones, al parecer, de mayor comprensión por el animal y prescripciones de un trato que se caracteriza por la no-violencia, propias de religiones y filosofías orientales, como el jainismo y el budismo, que proscriben la himsa (violencia) en todas sus formas.

La cuestión ética se plantea partiendo del problema más general de si son o no son, pueden o no pueden ser los animales sujeto de derechos, y este problema replantea, a su vez, otra cuestión más general que pregunta quién es, propiamente, sujeto de derechos. La respuesta clásica es que el derecho primariamente incumbe al individuo humano, racional y libre, y secundariamente a la sociedad formada por individuos, porque derecho «es una relación entre libertades» (ver cita). La negación de la capacidad de derecho en los animales es afirmación tradicional en filosofía, aunque no absolutamente generalizada, antes y ahora: podemos leerla, por ejemplo, en Kant (ver texto ) y en John Rawls (ver texto ) quienes, no obstante, aceptan deberes respecto de, o para con,pero no derechos de los animales. Estas posturas clásicas parecen fundarse en parte en una comprensión de la moralidad, o de la justicia, de origen contractual, esto es, adaptando la definición del mismo Rawls, de una moralidad basada en principios que se aceptarían libremente si hubiera una ocasión inicial de aceptarlos racionalmente.

Se atribuye a Jeremy Bentham, padre del utilitarismo, haber planteado desde una nueva perspectiva la cuestión de los derechos de los animales (ver texto ). Para responder a la pregunta de si éstos son o no sujeto de derecho, Bentham sostiene que lo que debe averiguarse no es si son o no racionales, sino si son o no capaces de sufrimiento. Normalmente, éste es el punto de partida de la argumentación de los autores que, en la actualidad, sostienen la existencia de derechos en los animales: es inmoral infligir sufrimiento innecesario a un animal. Entre ellos, destaca Peter Singer, que ha dedicado a este problema diversas publicaciones, en especial Animal Liberation (1975) y In Defense of Animals (1985). Parte este autor de los supuestos de Bentham: lo adecuado es preguntar si los animales sufren, no si son conscientes. Todo animal capaz de sentir dolor y placer ofrece la condición necesaria y suficiente para tener intereses. Y está probado que un animal sufre: el dolor es un proceso neurofisiológico real y objetivo (que no es vivido meramente de un modo subjetivo), cuya finalidad es servir a la supervivencia del individuo y de la especie. Por consiguiente, los animales tienen intereses, lo mismo que los hombres, y esto los iguala en su derecho a no sufrir: hacerlos sufrir voluntariamente carece de toda justificación moral (ver cita). Con referencia a la muerte de animales, aunque Singer reconoce que no puede decirse con igual certeza que «una vida es una vida, e igualmente valiosa, se trate de una vida humana o de una vida animal», rechaza en principio «la doctrina que pone la vida de los miembros de nuestra especie por encima de la vida de los miembros de otras especies». Traslada la cuestión a la pregunta sobre si «un animal no humano, ¿puede ser persona?». Entendiendo por «persona» el «animal racional y consciente de sí mismo, como entidad separada, con pasado y futuro» (ver cita), responde afirmativamente a la pregunta, puesto que, al parecer, según las descripciones y observaciones de zoólogos actuales, algunos animales superiores se manifiestan autoconscientes y capaces de pensamiento conceptual y de planificar un futuro más o menos mediato (chimpancés, gorilas, ballenas, delfines y algunos animales de compañía). Las conclusiones de Singer son hasta sorprendentes (ver texto ).

Las argumentaciones favorables a los derechos de los animales chocan contra el grave inconveniente de definir al animal como sujeto de derechos en sentido propio. Los intentos de hacerlo o caen en la anfibología, de la que habla el texto de Kant citado o mistifican el sentido usual de persona recurriendo a definiciones estipulativas, rompiendo la univocidad conceptual de lo que debe entenderse por racional y mistificando en exceso el sentido de supuestos no demostrados, como la unidad e igualdad de todo lo vivo. Difícilmente la ética puede ser otra cosa que principios que regulan las relaciones entre seres humanos, y es cierto que tales relaciones se conciben primariamente como relaciones contractuales o semicontractuales, entre seres capaces de reconocerse mutuamente como sujetos de derecho; y aunque posiblemente esta perspectiva puede llamarse reduccionista, aparece por el momento como una opinión más claramente definible y sostenible que la que atribuye derechos propiamente dichos no sólo a los animales en general, sino también a las plantas y a la misma bioesfera.

Para este enfoque que traspasa el límite de lo propiamente humano parece más adecuado y amplía el repertorio de derechos a una clase de actitudes mucho más extensa, hasta abarcar el mundo considerado como un único sistema vital integrado por diversos subsistemas, resulta más adecuado el término de ecología. No parece impropio sostener, como sugiere el texto citado de Rawls (ver texto ) que una de las tareas de la metafísica es construir una visión del mundo adecuada, que integre estos aspectos.

Por lo demás, ha de afirmarse que la crueldad es innecesaria y que puede considerarse, también cuando es infligida a seres vivientes y sentientes, un mal moral.

Un desarrollo general de esta problemática se halla en la obra de Jesús Mosterín, ¡Vivan los animales!, Debate, Madrid 1998.

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