Sartre: el carácter absurdo de la muerte y del suicidio.

Extractos de obras

Ante todo, ha de advertirse el carácter absurdo de la muerte. En este sentido, toda tentación de considerarla como un acorde de resolución al término de una melodía debe ser rigurosamente desechada. A menudo se ha dicho [Sartre se refiere a Pascal] que estamos en la situación de un condenado entre condenados, que ignora el día de su ejecución, pero que ve ejecutar cada día a sus compañeros de presidio. Esto no es enteramente exacto: mejor se nos debiera comparar a un condenado a muerte que se prepara valerosamente para el ultimo suplicio, que procura por todos los medios hacer un buen papel en el cadalso y que, entre tanto, es arrebatado por una epidemia de gripe española. Es esto lo que ha comprendido la sabiduría cristiana, que recomienda prepararse a morir como si la muerte pudiera sobrevenir en cualquier momento. Se confía así en recuperarla metamorfoseándola en muerte esperada. En efecto, si el sentido de nuestra vida se convierte en espera de la muerte, esta, al sobrevenir, no puede sino poner su sello sobre la vida. Es, en el fondo, lo que hay de más positivoen la «resuelta decisión» (Entschlossenheit) de Heidegger. Desgraciadamente, son consejos más fáciles de dar que de seguir no a causa de una debilidad natural de la realidad-humana o de un pro-yecto originario de inautenticidad, sino a causa de la muerte misma. En efecto, uno puede esperar una muerte particular, pero no la muerte. El juego de prestidigitación de Heidegger es harto fácil de descubrir: comienza por individualizar la muerte de cada uno de nosotros, indicándonos que es la muerte de una persona, de un individuo, lo «único que nadie puede hacer por mí» luego de lo cual utiliza esta individualidad incomparable que ha conferido a la muerte a partir del Dasein para individualizar al Dasein mismo: al proyectarse libremente hacia su posibilidad última, el Dasein tendrá acceso a la existencia auténtica y se apartará de la trivialidad cotidiana para alcanzar la unicidad irreemplazable de la persona. Pero en esto hay un círculo: en efecto, ¿cómo probar que la muerte posee esa individualidad y el poder de conferirla? Por cierto, si la muerte se describe como mi muerte puedo aguardarla: es una posibilidad caracterizada y distinta. Pero la muerte que me herirá, ¿será mi muerte? En primer lugar, es perfectamente gratuito decir que «morir es lo único que nadie puede hacer por mí». O, más bien, hay ahí una evidente mala fe en el razonamiento: si se considera a la muerte, en efecto, como posibilidad última y subjetiva, acaecimiento que no concierne sino al para-sí, es evidente que nadie puede morir por mí. Pero se sigue entonces que ninguna de mis posibilidades, tomada según este punto de vista -que es el del cogito-, sea en una existencia auténtica o en una existencia inauténtica, puede ser proyectada por otro que por mí. Nadie puede amar por mí, si se entiende por ello hacer esos juramentos que son mis juramentos, experimentar las emociones (por triviales que fueren) que son mis emociones. y el «mis» no concierne aquí en modo alguno a una personalidad conquistada sobre la trivialidad cotidiana (lo que permitiría a Heidegger replicarnos que, precisamente, me es necesario ser «libre para morir» para que un amor que experimento sea mi amor y no el amor del «Se» en mí), sino, simplemente, esa ipseidad que Heidegger reconoce expresamente a todo Dasein -exista en modo auténticoo inauténtico- cuando declara que Dasein ist je meines. Así, desde este punto de vista, el amor más trivial es, como la muerte, irreemplazable y único: nadie puede amar por mí. Al contrario, si se consideran mis actos en el mundo desde el punto de vista de su función, su eficacia y su resultado, es cierto que el Otro siempre puede hacer lo que yo hago: si se trata de hacer feliz a esa mujer, de salvaguardar su vida o su libertad, de proporcionarle los medios de alcanzar su salvación o, simplemente, de realizar un hogar con ella, de «darle hijos», si es eso lo que se llama amar, entonces otro podría amar en lugar mío, hasta podría amar por mí: es el sentido mismo de esos sacrificios, mil veces relatados en las novelas sentimentales, donde se nos muestra al héroe enamorado, que desea la felicidad de la mujer amada, sacrificándose ante su rival porque este «sabrá amarla mejor que él». Aquí, el rival está explícitamente encargado de amar por, pues amar se define simplemente como «hacer feliz por el amor profesado». Lo mismo ocurriría con todas mis conductas. Y mi muerte entrará también en esta categoría: si morir es morir para edificar, para dar testimonio, por la patria, etc., cualquiera puede morir en mi lugar; como en la canción, donde se echa a suertes quién debe ser comido. En una palabra, no hay ninguna virtud personalizadora que sea particular a mi muerte. Al contrario, ella no se convierte en mía a menos que me coloque ya en la perspectiva de la subjetividad: mi subjetividad, definida por el Cogito prerreflexivo, hace de mi muerte algo subjetivo irreemplazable; no es la muerte la que da a mi para-sí la irreemplazable ipseidad. En ese caso, la muerte no podría caracterizarse como mi muerte por el hecho de ser muerte y, por consiguiente, su estructura esencial de muerte no basta para hacer de ella el acaecimiento personalizado y cualificado que puede esperarse.

Pero, además, la muerte no podría ser esperada en modo alguno si no se la designa con toda precisión como mi condena a muerte (la ejecución que tendrá lugar dentro de ocho días; el término de mi enfermedad, que conozco como próximo y repentino, etc.), pues no es sino la revelación de la absurdidad de toda espera, así sea justamente la de su espera.

[...]

Siendo así, no podemos decir ya ni siquiera que la muerte confiere a la vida una sentido desde afuera:un sentido no puede provenir sino de la subjetividad misma. Puesto que la muerte no aparece sobre el fundamento de nuestra libertad, no puede sino quitar a la vida toda significación.

[...]

Vano sería recurrir al suicidio para escapar a esta necesidad. El suicidio no puede considerarse como un fin de la vida del cual yo sería el propio fundamento. Siendo acto de mi vida, en efecto, requiere una significación que solo el porvenir puede conferirle; pero como es el último acto de mi vida, se deniega a sí mismo ese porvenir, y permanece así totalmente indeterminado. En efecto, si escapo a la muerte o «fallo», ¿no se juzgará más tarde mi suicidio como una cobardía? ¿No podrá mostrarme el acontecimiento que eran posibles otras soluciones? Pero, como estas soluciones no pueden ser sino mis propios proyectos, solo pueden aparecer si sigo viviendo. El suicidio es una absurdidad que hace naufragar mi vida en lo absurdo.

Estas observaciones, como se notará, no resultan de la consideración de la muerte, sino, al contrario, de la consideración de la vida: precisamente porque el para-sí es el ser para el cual en su ser es cuestión de su ser, porque es el ser que reclama siempre un después, no hay lugar alguno para la muerte en el ser que él es para-sí. ¿Qué podría significar, entonces, una espera de la muerte, sino la espera de un acaecimiento indeterminado que reducirá toda espera a lo absurdo, incluida la de la muerte? La espera de la muerte se destruiría a si misma, pues sería negación de toda espera. Mi pro-yecto hacia una muerte es comprensible (suicidio, martirio, heroísmo), pero no el proyecto hacia mi muerte como posibilidad indeterminada de no realizar ya presencia en el mundo, pues tal proyecto sería destrucción de todos los proyectos. Así, la muerte no puede ser mi posibilidad propia; ni siquiera puede ser una de mis posibilidades.

Por otra parte, la muerte, en tanto que puede revelárseme, no es solo la nihilización siempre posible de mis posibles -nihilización fuera de mis posibilidades-; no es solo el proyecto que destruye todos los proyectos y que se destruye a sí mismo, la imposible destrucción de mis esperas: es, además, el triunfo del punto de vista del otro sobre el punto de vista que soy sobre mí mismo. Esto es, sin duda, lo que quiere decir Malraux cuando escribe, en L'Espoir, que la muerte «transforma la vida en destino».

El ser y la nada, Losada, Buenos Aires 1976, traducción de Juan Valmar, p. 652-654, 658-560.